Dolor crónico

Me gustan los pesimistas. ¿Deberían gustarme los optimistas? No lo creo, he aprendido que cuando el hombre intenta ocultar su cinismo connatural se transforma en cursi.

Por razones que no voy a exponer me encuentro hospedado en un hotel de San Cugat y ahora busco aparcamiento cerca de la Plaza de Cataluña, intentando sobrevivir entre los estrechos carriles que tienen las calles de Barcelona. En mi trayecto hasta aquí he visto dos roces en los que sendos vehículos perdían sus retrovisores.

Mientras paseo por la Rambla, donde se nota cierta tensión después del golpe legal y legítimo del Gobierno, la fiscalía y los jueces, oigo en la radio que hay una convocatoria de manifestación en Madrid apoyando el autodenominado derecho a decidir catalán, es decir, unos sujetos que ven con buenos ojos que sean otros, solo los catalanes, los que decidan sobre lo que nos afecta a todos, que solo una parte decida apropiarse de toda una soberanía nacional.

La eterna objeción contra la democracia es que el pueblo no sabe, que no está capacitado para decidir acerca de lo complejo, territorio de expertos y especialistas. Precisamente por eso Platón invocaba al filósofo-rey, porque gobernar exige episteme, auténtico saber. A la democracia le basta con la doxa, le basta con que el público tenga opiniones, altamente manipulables. Por lo tanto, ni cruda ni ciega voluntad, ni tampoco episteme; sino doxa, opinión de bar o Twitter, nada más. La democracia es el gobierno de la opinión.

El consenso imprescindible es el consenso procedimental, el acuerdo sobre las reglas del juego, las que deciden sobre cómo decidir, la que establecen un método de resolución de conflictos. Una sociedad política sin una regla de resolución de los conflictos es una sociedad expuesta a la arbitrariedad.

Les duele, señal de que las cosas se están haciendo bien. ¡Por fin!



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