La posverdad (II)
Leo en el periódico que la palabra 'posverdad' entrará este año en el diccionario de la Real Academia Española. Hacía mucho tiempo que una noticia no activaba tanto mis adormecidas neuronas.
Aparecerá como la traducción de post-truth —suprimiendo el guion—, y definirá aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que se fundamenta en las emociones y creencias de las personas. ¡Toma ya! Y aunque esta palabra evoque una decadencia surgida en el contexto de la posmodernidad, es interesante y perturbadora por su alto alcance metafísico.
Sé perfectamente que no existen hechos objetivos puros, pero ¿qué queda del reconocimiento filosófico o artístico de los intelectuales? Pues que ha desaparecido.
Se puede ser sofista o embaucador, pero no revolcarse en la miseria intelectual de la izquierda. Porque de eso se trata: no siempre fue así pero hoy la derecha es superior intelectualmente a la izquierda, que solo sabe auparse en un rollo infinito para nostálgicos revolucionarios aburridos, lleno de tuits con errores históricos y aderezados de rebuznos marxistas y citas de series y películas para tontainas.
Decía Léon Bloy que los videntes modernos carecen de Dios al que consultar. No lo necesitan. Les está vedado, además, elevar su mirada, la Revelación democrática lo prohíbe taxativamente. Ha de bastarles con interrogar a la Opinión, a lo posfactual, lo relativo a las circunstancias en las que alcanzar o no a la escurridiza verdad ya no importa demasiado, pues con simples mentiras se configura un relato mucho más creíble e iluso. Tras el fracaso de tantas experiencias necias y criminales y la imposibilidad pedagógica de mostrarlas nuevamente en toda su crudeza, conviven los discursos invisibles de unos y los sumamente estúpidos de los otros.
Desde los sofistas griegos sabemos del potencial de la retórica para hacer pasar por verdadero lo falso. Aunque lo real no consista en algo ontológicamente sólido, objetivo e indudable, tampoco nos convence que solo sea una construcción de conciencia individual o colectiva.
Aparecerá como la traducción de post-truth —suprimiendo el guion—, y definirá aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que se fundamenta en las emociones y creencias de las personas. ¡Toma ya! Y aunque esta palabra evoque una decadencia surgida en el contexto de la posmodernidad, es interesante y perturbadora por su alto alcance metafísico.
Sé perfectamente que no existen hechos objetivos puros, pero ¿qué queda del reconocimiento filosófico o artístico de los intelectuales? Pues que ha desaparecido.
Se puede ser sofista o embaucador, pero no revolcarse en la miseria intelectual de la izquierda. Porque de eso se trata: no siempre fue así pero hoy la derecha es superior intelectualmente a la izquierda, que solo sabe auparse en un rollo infinito para nostálgicos revolucionarios aburridos, lleno de tuits con errores históricos y aderezados de rebuznos marxistas y citas de series y películas para tontainas.
Decía Léon Bloy que los videntes modernos carecen de Dios al que consultar. No lo necesitan. Les está vedado, además, elevar su mirada, la Revelación democrática lo prohíbe taxativamente. Ha de bastarles con interrogar a la Opinión, a lo posfactual, lo relativo a las circunstancias en las que alcanzar o no a la escurridiza verdad ya no importa demasiado, pues con simples mentiras se configura un relato mucho más creíble e iluso. Tras el fracaso de tantas experiencias necias y criminales y la imposibilidad pedagógica de mostrarlas nuevamente en toda su crudeza, conviven los discursos invisibles de unos y los sumamente estúpidos de los otros.
Desde los sofistas griegos sabemos del potencial de la retórica para hacer pasar por verdadero lo falso. Aunque lo real no consista en algo ontológicamente sólido, objetivo e indudable, tampoco nos convence que solo sea una construcción de conciencia individual o colectiva.