La posverdad (I)

Estuve sin escribir casi dos meses dedicado a tareas tan concretas que me impedían tocar los libros. Allí estaban, a mi lado, callados, mudos, silenciosos, respetando mis deseos propios de una estatua. Me entretenía leyendo en el iPad —ese artilugio que solo sirve para leer fragmentariamente retazos del rollo infinito— artículos de historia y políticos escritos por personajes pasmados y exhaustos. Prefiero ser como una estatua a ser un pasmado de esos, me repetía a menudo. Hojeaba de vez en cuando mi Cuaderno de certezas, un cuaderno de tapas blancas que, por ser un engendro de la mercadotecnia de una entidad financiera, tiene los renglones de las páginas impares torcidos de variadas formas, imagino que como excusa publicitaria que no pretendo entender. Pues bien, en ese cuaderno con renglones torcidos he ido coleccionando poco a poco mis certezas efímeras, estructuradas siguiendo un escrupuloso sistema de clasificación que me permite encontrarlas con facilidad. Mi propósito era el siguiente: si una certeza es válida durante un momento preciso, ¿no podría yo utilizarla cuando me viniera en gana y así tenerla siempre cerca de mi zona de confort, esa que tanto odian los hiperactivos?

Mi sistema progresaba con el paso de los días de profunda reflexión, no exenta de las ridiculeces propias de un estatua pensante. Cuando una certeza me asaltaba era anotada automáticamente en el apartado correspondiente. El cuaderno crecía y crecía nutriéndose de nuevas certezas. Algunas, las certezas ya apócrifas que habían caducado, eran expelidas por el sistema excretor de mi cuaderno, algo que me ayudaba a sentirme ligero y digno porque significaba que mis certezas se iban renovando y aireando. Pero mi inquietud fue aumentando con el paso de los días cuando noté que el número de certezas de aspecto perenne iba engrosando mi cuaderno. Llegó un momento en que ya no defecaba ninguna certeza. Todas eran firmes y no daban muestras de cansancio, tan arraigadas eran mis convicciones escritas. Yo era una estatua repleta de certezas maduras, ya no había gritos individuales sino un coro coherente que me hablaba al unísono y que me ordenaba lo que tenía que pensar en cada momento. De mi Cuaderno de certezas obtenía respuestas para todo tipo de cuestiones filosóficas, políticas o económicas.

Ahora, si en la radio o en el rollo infinito escucho o leo una opinión, mi ejército de certezas enseguida sale en mi auxilio para rebatir, matizar o aplaudir al opinador de turno, sin piedad alguna. Lo que me lleva a pensar que quizás el hombre no tiene certezas porque olvidó los sentimientos y las intuiciones que las concibieron.


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