Nocturno: lo que hay
Desde hace algunos días sigo viviendo al lado de mí mismo, pero he empezado a guardar cierta distancia, por si acaso. Mi propia vida se derrama por sus límites. Padezco mi propia trascendencia.
Me acuesto a las once, después de leer varios cuentos de Poe. Cuando cierro los ojos, me veo paseando de noche por una ciudad casi desierta. Algunos borrachos desmenuzan su conciencia mientras se tambalean charlando con farolas mudas. Veo sus caras, sus gestos deprimentes que imploran un saludo. En este momento, hasta el ladrido de un perro me parecería una confesión demasiado íntima.
Camino perdido en esta enorme y mugrienta ciudad, presintiendo que hay laberintos, como el de la catedral de Chartres, que son un simple camino; representan la naturalidad del destino, a Dios renegando de lo accidental, intentando dar brillo a lo efímero.
El oscuro fondo del que dependo me manda señales confusas, casi contradictorias. Aunque sé que no es posible, tampoco bastaría con tener razón, hay que experimentar certezas...
—Y sustituir al orden por otro orden y no por un desorden —me habla un borracho de ojos enrojecidos—, la moral por otra moral y no por la inmoralidad, la fe por otra fe, conscientes de la influencia de lo inconsciente, y no instalarnos en un vacío, en el reino de las perspectivas, sustituir los dioses muertos por las divinidades nuevas, acaso nuevos disfraces de las antiguas. Esto es lo que hay que hacer. ¿Quiere vino?
—Y lo que se hizo, se hace y se hará —le respondo—. No, gracias.
—Por eso no tenemos necesidad de agitadores de coletas —continúa—, tenemos necesidad de profetas, tenemos necesidad de genios religiosos, de ángeles.
Prosigo mi paseo. Quizá el borracho tenga razón. Oigo demasiados gritos en este lugar llamado lo que hay.