"Que el Estado se encargue de mí"

Cuando oigo aquello de que "los políticos deben ilusionar", me pongo a pensar en cuántos políticos en el mundo han cumplido sus expectativas ilusionantes. Si uno echa un vistazo, resulta conveniente no ilusionarse con los políticos, más bien tenerles cierto miedo.

La asimilación de las afecciones del alma, comunes a casi todos los hombres, siempre ha encontrado refugio en las religiones y en los mitos, grandes epopeyas poéticas y narrativas, enigmáticas, en las que el ser humano ha podido reflejarse como héroe en potencia, dotando a su vida de un cierto sentido.

En la otra cara de la moneda vemos un impulso racionalizador de la vida afectiva, fundamental para una gestión no contaminada en aquellos campos sociales que así lo requieran. Lo que ocurre es que, los mismos racionalistas que tratan de eliminar las influencias sociales y afectivas del cristianismo, por ejemplo, inundan de contenido emocional aquello que debería quedar al margen, como es la gestión de las cuentas públicas.

A diferencia de la filosofía, que carece de influjo sobre las masas porque no trata con las emociones, el populismo sí que aspira a tener efectos sobre los afectos de los hombres. Es la instrumentalización de lo afectivo como publicidad para lograr el poder. El populismo es una predictadura edulcorada por una publicidad emocional, sin un fondo fiable.

El batiburrillo predictatorial incluye a comunistas, revolucionarios violentos, separatistas, odiadores profesionales, reforzados por cierta gente bienintencionada ingenua. Estos últimos son los ilusos.

En buena medida la insatisfacción crónica del sujeto moderno se debe a la pérdida de la cosmovisión religiosa, y sus expectativas de orden quedan limitadas y asfixiadas a su cuerpo biológico y a sus relaciones sociales. Han renunciado a la ilusión religiosa a cambio de alimentarse de otras que oscilan entre las tendencias utópicas y la proliferación vírica de un odio indefinido hacia el orden establecido, reducido a sistema luciferino.

Hay una serie de «ilusiones sustitutivas» para la añoranza de lo divino, como la psicopatía, la violencia, las droga, la cultura pop, e, incluso, los museos o el arte. Pero cuando se trata de gestionar un Estado, la vida pulsional debe someterse al dictado pragmático de la razón como garantía de una adecuada gestión de unos recursos públicos limitados. Sólo una política aséptica que reduzca las pulsiones destructivas podrá escapar de la barbarie adolescente que significa el populismo. Y luego, en sus ratos libres, con su dinero, que se dediquen al goce espiritual o a las relaciones sadomasoquistas, para así calmar esa voluntad adánica, esa necesidad de destruir para recomenzar todo de nuevo.

El problema del comunismo, o de cualquier dictadura, es que los hombres no están a su altura, se necesitarían ángeles al mando. Pero con esos ángeles, tanto el comunismo como el capitalismo, funcionarían estupendamente.

Procuraré no votar ilusionado, y lo haré en función del valor estimado de mi voto como facilitador del juego de fuerzas que menos espanto me genere y, así, nunca me sentiré ilusamente defraudado.


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