Música de alguien
Dieciocho días viviendo en absoluta soledad. Solo he bajado al pueblo dos veces para comprar comida. Mis días transcurren paseando por las montañas, leyendo mucho, contemplando el horizonte, haciendo pequeñas reparaciones en la cabaña, preparándome la comida, degustando cafés solubles y escribiendo.
Ha empeorado mucho el tiempo. Hoy ha sido un día de mucho frío, no se han superado los tres grados centígrados y la mínima ligeramente bajo cero. Han caído algunos copos de nieve.
Después de cenar unos filetes de pollo con ensalada, leo un poco a Dostoievski, ya metido en el saco. Subrayo esta frase de Crimen y castigo: «Se suele decir: “Estás enfermo; por tanto, lo que se te aparece no es más que desvarío”. En este razonamiento no hay una lógica rigurosa [...] Tan pronto como se altera el orden normal, empieza a dejarse sentir la posibilidad de otro mundo, y cuanto más enfermo se está, tanto mayor es la esfera de contacto con el otro mundo, de suerte que el hombre, cuando muere, pasa ya directamente a él.»
Llevo ya varios días sin hablar con nadie. Algunas chispas me cambian la manera de entender el mundo. Ahora deambulo entre las rocas grises y siento que mi espíritu me supera, impulsado por un viento azulado y fresco. Junto a la roca grande un niño juega solo, con camiones de hojalata. El viento aparta a mi espíritu de mi cuerpo, como el humo huye del fuego. Mis brazos tratan de agarrarlo. Pero se aleja. Acaso se calme como discípulo predilecto de un Dios confundido. Mi cuerpo se duerme y apoya la cabeza en un helecho sujeto a una telaraña melancólica. En un casino de luz dorada, Dios juega a la ruleta. Voy a apostar al mismo número. Pero, ¿y si pierdo? El fracaso absoluto. Espanto, tormenta y mi tripulación se inquieta. Parménides me retumba en la cabeza. Se me aparece ya viejo, como cuando habló con un joven Sócrates. Simplicio hace de traductor. ¿Qué hay frente a lo ilusorio? Me da de beber una copa de veneno criticista. El ser baila, deviene, se convierte en estar y pierde el brillo del oro. No se puede no pensar ni hablar de lo que no es, yo hablo de lo que no está. Se oye una puerta, crujidos, pasos, viento. Mi cuerpo ya es demasiado grande para mí. En el arroyo rumoroso crecen las sombras, gris bóveda que me protege del sol abrasador escondido en la húmeda tarde lluviosa. Sonámbulo, el pasillo solitario me guía y al fondo contemplo a Dios mientras lee en soledad.
Ha empeorado mucho el tiempo. Hoy ha sido un día de mucho frío, no se han superado los tres grados centígrados y la mínima ligeramente bajo cero. Han caído algunos copos de nieve.
Después de cenar unos filetes de pollo con ensalada, leo un poco a Dostoievski, ya metido en el saco. Subrayo esta frase de Crimen y castigo: «Se suele decir: “Estás enfermo; por tanto, lo que se te aparece no es más que desvarío”. En este razonamiento no hay una lógica rigurosa [...] Tan pronto como se altera el orden normal, empieza a dejarse sentir la posibilidad de otro mundo, y cuanto más enfermo se está, tanto mayor es la esfera de contacto con el otro mundo, de suerte que el hombre, cuando muere, pasa ya directamente a él.»
Llevo ya varios días sin hablar con nadie. Algunas chispas me cambian la manera de entender el mundo. Ahora deambulo entre las rocas grises y siento que mi espíritu me supera, impulsado por un viento azulado y fresco. Junto a la roca grande un niño juega solo, con camiones de hojalata. El viento aparta a mi espíritu de mi cuerpo, como el humo huye del fuego. Mis brazos tratan de agarrarlo. Pero se aleja. Acaso se calme como discípulo predilecto de un Dios confundido. Mi cuerpo se duerme y apoya la cabeza en un helecho sujeto a una telaraña melancólica. En un casino de luz dorada, Dios juega a la ruleta. Voy a apostar al mismo número. Pero, ¿y si pierdo? El fracaso absoluto. Espanto, tormenta y mi tripulación se inquieta. Parménides me retumba en la cabeza. Se me aparece ya viejo, como cuando habló con un joven Sócrates. Simplicio hace de traductor. ¿Qué hay frente a lo ilusorio? Me da de beber una copa de veneno criticista. El ser baila, deviene, se convierte en estar y pierde el brillo del oro. No se puede no pensar ni hablar de lo que no es, yo hablo de lo que no está. Se oye una puerta, crujidos, pasos, viento. Mi cuerpo ya es demasiado grande para mí. En el arroyo rumoroso crecen las sombras, gris bóveda que me protege del sol abrasador escondido en la húmeda tarde lluviosa. Sonámbulo, el pasillo solitario me guía y al fondo contemplo a Dios mientras lee en soledad.