Llegada a la cabaña

Altitud: 1.315 msnm

Bajo del autobús y cojo el camino que asciende aguas arriba siguiendo el río. Un poco más adelante hay una fuente donde recojo algo de agua para la subida. Me espera una ascensión de unos catorce kilómetros y mil metros de desnivel que comienza con una fuerte subida entre los pinos. Llevo la mochila muy cargada. El camino, siempre visible, atraviesa el río varas veces. A medida que subo, el trayecto se hace bastante sombrío entre los árboles frondosos y se disfruta de una panorámica muy bella, cada vez la vista es más extensa, hasta que me interno entre las nubes y comienza a lloviznar. A mitad de camino, descanso tranquilamente a la sombra de un haya y me como unas nueces. A partir de aquí el camino se eleva haciendo pequeñas lazadas y, al cabo de un rato, sale de entre el bosque. Sigo por encima de unos troncos atravesando una amplia zona encharcada y al fin, tras cuatro horas de ascensión, al fondo veo la cabaña.

Altitud: 2.276 msnm. Temperatura: 2 grados

Abro la puerta y la inspecciono someramente. No es gran cosa, pero está limpia. Tiene unos diez metros cuadrados, donde cabe perfectamente un estrecho camastro, más que suficiente para dormir dentro del saco. Una pequeña mesa, una silla, una hamaca, estantería y un armario como despensa. Hay una pequeña chimenea metálica que procura suficiente calor en los días de frío que aquí son habituales, incluso en pleno verano.

Deshago la mochila, extiendo el saco de dormir sobre el camastro, me quito las botas y me pongo las chanclas. Ordeno los pocos víveres que he traído: latas de atún, arroz, garbanzos, lentejas, judias, macarrones, sopas deshidratadas, nueces, avellanas, almendras y cacahuetes, leche en polvo, pastillas de caldo, sal, azúcar, especias, pan tostado, chorizo, salchichón, café soluble y una caja pequeña de galletas. Hay un arroyo muy cerca que me proveerá de todo el agua que quiera.

Mañana tendré que bajar al pueblo a comprar fruta, verdura y algo de carne. Cada dos semanas tendré que repetir la caminata si quiero estar bien alimentado.

Saco el iPad y el móvil. La cabaña dispone de una placa solar que solo se utiliza para cargar los aparatos. No he traído ningún libro, salvo la Guía Espiritual, de Miguel de Molinos. Leeré libros en el iPad. En la cabaña no suele haber conexión 3G, aunque si uno camina unos doscientos metros hacia el valle sí puede captar medianamente bien de la antena del pueblo.

Enciendo la lumbre con la escasa leña que me ha dejado el anterior inquilino, decido descansar un rato y me entretengo leyendo en diagonal La soledad invisible, de Daniel Innerarity. La filosofía como forma de espionaje. Hay que confiar tanto en lo que se cree entender como en lo que no se entiende. El filósofo suele mostrar malestar contra las inercias sociales y los medios de comunicación, "llamas que luz no dan", máquinas especialistas en hinchar globos de trivialidad que luego explotan sin producir ruido alguno, prueba palpable de su vacío absoluto. El filósofo es un detective que desconfía y sospecha de lo social, es un héroe solitario que se pasa la vida explotando globos llenos de engaños. Así, separándose del grupo, va generándose un asco y un recelo mutuo. La distancia acentúa la sospecha que quiere rasgar el velo de Maya de lo oculto. El detective filosófico descubre que hay algo escondido, y que la religión se encarga de ponerle nombre, adorarlo y dotarlo de característica imaginativas y simbólicas de personalidad. También el arte lo hace. La filosofía, el arte y la 'Patafisica busca lo excepcional dentro de un contexto de normalidad, un lugar altamente sospechoso. El detective intenta pensar por cuenta propia, no como la masa, que piensa por cuenta ajena. Aunque tenían visión nada veían, decía Esquilo. Sabe que la mayor parte de los conflictos sociales, son un simple juego hermenéutico.

Para mí la gran sospecha es pensar que el verdadero problema de los que escriben o, simplemente, leen sobre filosofía es que nos creemos más inteligentes de lo que en realidad somos.

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