Diario de un mal año
Leo Diario de un mal año, de Coetzee. Me dice que el principal problema en la vida del estado es el problema de la sucesión y cómo asegurar que el poder pase de unas manos a otras sin un enfrentamiento armado. Hay que elegir un argumento de autoridad, con peso específico, suficiente para justificar una sucesión legítima. En la monarquía la sucesión mediante el primogénito no es por sí misma ni mejor ni peor, pero sí parece que es ingenuo pensar que el primogénito varón del rey será el más capacitado para gobernar. Siguiendo el mismo criterio, resulta evidente que también es ingenuo pensar que el dirigente democráticamente elegido será el más adecuado. Pero vivir en tiempos democráticos significa vivir en tiempos en los que solo el sistema democrático tiene aceptación general y cierto prestigio. Si uno discrepa de la democracia en una época en la que todo el mundo afirma ser en un demócrata, corre el peligro de perder el contacto con la realidad. Más en un mundo maquiavélico donde para lograr y conservar el poder se obtiene gran ventaja si se dominan las artes del engaño y de la traición, resulta llamativo contemplar a los políticos acusarse mutuamente de populistas. La democracia, en sí misma, es la puesta en práctica de la falacia ad populum. Con esta inadaptación esencial, Coetzee echa de menos formar parte de las escenas de celebración en masa, el extasís populista, un atisbo de lo que se he perdido en la vida, aquello de lo que se ha excluido al insistir en ser la clase de persona que es y perder la alegría de pertenecer a una masa, de estar integrado en ella, de ser arrastrado por las corrientes de un sentimiento desbordante. Él se refugia en un quietismo anarquista pesimista. Anarquismo porque la experiencia le dice que lo malo de la política es el mismo poder; quietismo porque tiene serias dudas sobre la voluntad de ponerse a cambiar el mundo, una voluntad infectada por el impulso del poder; y pesimismo porque es escéptico respecto a que, en lo fundamental, sea posible cambiar las cosas. Sin éxtasis no hay indignación posible.