Caraco
De camino al Freewill me entretengo pensando en Tomás de Aquino cuando se pregunta si el mal es algo que existe realmente y, en caso de que así sea, por qué no siempre nos decantamos por el bien si podemos elegirlo en detrimento del mal. Reflexiono sobre los ladrones, muy malos para la sociedad pero justos y éticos para con ellos mismos cuando toca repartirse el botín. Justo en ese momento cavilo sobre los separatistas catalanes, no sé por qué. Quizás porque califican de democráticas a sus propias decisiones internas pero imperialistas a las decisiones democráticas de la nación a la que pertenecen, un pensamiento demasiado adolescente que les lleva a desear la emancipación. Oh, Freud tendría negocio psiquiátrico seguro analizando su ello y su superyo, seguramente marcado por las terribles represiones sexuales a las que se vieron sometidos durante su infancia.
Que sintamos que nuestra voluntad es libre para escoger entre el bien y el mal es un sentimiento tan místico, pero tan generalizado, que ya no se siente como tal. Los científicos se empeñan en demostrarnos que nuestras decisiones son necesarias, pero el libre albedrío parece evidente en sí mismo.
Voy al Freewill después de varios días de soledad absoluta, deseando confirmar, una vez más, mi teoría de que lo que ocurre en el mundo es muy aburrido. Hablaré con dos o tres amigos y su tediosa y casi siempre presuntuosa conversación fortalecerá mi convicción de que es mejor estar solo. Leeré un par de periódicos que me demostrarán que nada ha cambiado y que todavía no ha comenzado la guerra. Pensaré en ir a nadar justo cuando ello ocurra, como hizo Kafka.
Antes de llegar me siento en una terraza justo al lado de una pareja y de un grupo de amigos. Escucho atentamente su conversación y me entran ganas de ir al retrete. Afortunadamente, el café es muy bueno y lo saboreo tranquilamente. Me detengo en contemplar los tatuajes que imagino se pusieron con ánimo de originalidad y para manifestar sus profundas convicciones adolescentes.
Me viene a la mente Albert Caraco, su Breviario del caos, su Post mortem, otro de los grandes pesimistas que a mí me alegran la vida, al estilo de Schopenhauer, Pessoa, Mainländer o Cioran. Su idea de que la existencia es más impuesta que regalada me reconcilia con el ser humano. Cuando alguien, casi siempre empalagosamente, me intenta convencer de que la vida es un regalo, sus argumentos resultan tan deprimentes que solo pienso en suicidarme, pero no puedo, precisamente porque la vida me lo impide. "Estamos en el Infierno, y no tenemos más elección que la de ser condenados, atormentarnos o ser los diablos encargados de su suplicio." No es para tanto, pienso, y su pesimismo me brinda una brizna de optimismo simplón.
Queremos lo imposible hartos como estamos ya de lo posible. Algún día alguien nos regalará la inmortalidad y "beberemos nuestras deyecciones aquí en el mundo" y la vida que nos espere será "tan absurda y tan horrible, que los mejores preferirán la muerte."
“Soy uno de los profetas de estos tiempos y el silencio me rodea”, dijo. Caraco se suicidó en 1971.
Que sintamos que nuestra voluntad es libre para escoger entre el bien y el mal es un sentimiento tan místico, pero tan generalizado, que ya no se siente como tal. Los científicos se empeñan en demostrarnos que nuestras decisiones son necesarias, pero el libre albedrío parece evidente en sí mismo.
Voy al Freewill después de varios días de soledad absoluta, deseando confirmar, una vez más, mi teoría de que lo que ocurre en el mundo es muy aburrido. Hablaré con dos o tres amigos y su tediosa y casi siempre presuntuosa conversación fortalecerá mi convicción de que es mejor estar solo. Leeré un par de periódicos que me demostrarán que nada ha cambiado y que todavía no ha comenzado la guerra. Pensaré en ir a nadar justo cuando ello ocurra, como hizo Kafka.
Antes de llegar me siento en una terraza justo al lado de una pareja y de un grupo de amigos. Escucho atentamente su conversación y me entran ganas de ir al retrete. Afortunadamente, el café es muy bueno y lo saboreo tranquilamente. Me detengo en contemplar los tatuajes que imagino se pusieron con ánimo de originalidad y para manifestar sus profundas convicciones adolescentes.
Me viene a la mente Albert Caraco, su Breviario del caos, su Post mortem, otro de los grandes pesimistas que a mí me alegran la vida, al estilo de Schopenhauer, Pessoa, Mainländer o Cioran. Su idea de que la existencia es más impuesta que regalada me reconcilia con el ser humano. Cuando alguien, casi siempre empalagosamente, me intenta convencer de que la vida es un regalo, sus argumentos resultan tan deprimentes que solo pienso en suicidarme, pero no puedo, precisamente porque la vida me lo impide. "Estamos en el Infierno, y no tenemos más elección que la de ser condenados, atormentarnos o ser los diablos encargados de su suplicio." No es para tanto, pienso, y su pesimismo me brinda una brizna de optimismo simplón.
Queremos lo imposible hartos como estamos ya de lo posible. Algún día alguien nos regalará la inmortalidad y "beberemos nuestras deyecciones aquí en el mundo" y la vida que nos espere será "tan absurda y tan horrible, que los mejores preferirán la muerte."
“Soy uno de los profetas de estos tiempos y el silencio me rodea”, dijo. Caraco se suicidó en 1971.