Pipas
Ramón viene a visitarme y me regala una bolsa de pipas que estaba comiendo. Bajo el brazo lleva un deteriorado libro de Jacobo Fijman. Mantiene su discurso entrecortado, como una presencia a medias que pide clemencia y comprensión, intentando adaptarse a su propio ser, en una especie de heterodoxia de sí mismo. Resignado en su única e incómoda circunstancia, pero siempre inquieto porque la resignación no es nunca completa y abundan los resquicios por donde se cuela el picor, Ramón vive en el falso reino del realismo que confunde una faceta de realidad con toda ella: «Para mí eso es lo oscuro», le digo, pero no me escucha. Él contempla el desencanto como un residuo de la esperanza: «Es lógico dudar de la esperanza, pero ¿no se debería dudar también de su residuo?» A eso de dudar de la primera pero no de lo segundo lo llama «falsa lucidez, una curiosa forma de lógica —me dice— la lucidez de las élites de los perdedores, con Cioran como profeta». Lo que ocurre es que, aun dudando de ambos, los sufre igualmente, esa es la tragedia del pensador. Ramón se extravía en la utopía, esa ansiedad de lo imposible, mientras se burla de lo trascendente, la confianza en lo inalcanzable, grieta que se abre al trasluz del misterio, del absurdo, y de lo confuso; también la moral y la belleza participan, pero nunca la credulidad. Le aburre estar con amigos que traten de matar el tiempo y que insistan en llevarlo por sendas para él tediosas, así que se ha convertido en especialista en rechazar invitaciones, pues afirma conocer maneras menos pesadas de pasar sus ratos, y se conforma con no bostezar a todas horas, jugando al solitario y comiendo pipas. Hay hombres que desean escapar de la muerte y, otros, que quieren escapar de la lucidez. Para estos, huir de la vida es la mejor adaptación que han logrado alcanzar. A la media hora, ya cansado de estar conmigo hablando sobre teología, me dice que se tiene que ir para comprar más pipas.