Diarios, de Sándor Márai

     Sentado en un banco, con la laguna enfrente, termino de leer el diario que Sándor Márai escribió los últimos cinco años de su vida. Es un diario duro, sin maquillaje, sincero, sentido. Me acuerdo de Cioran quien, cada vez que acababa de escribir, sentía deseos de ponerse a silbar. No creía en la literatura, sólo en los libros que expresan el estado de ánimo de quien escribe, como una necesidad profunda de liberarse de algo. Así es este libro, donde la vida enseña que no cabe más éxito que la muerte y todo lo vivido en esa transición puro malentendido, un conato de fracaso:

     —El gran fracaso de la vida no es que uno al final se dé cuenta de que se ha equivocado. Es mucho más desmoralizador pensar que no haya otra manera de actuar más que equivocándose.

     Aun así hace esfuerzos y lee el Antiguo Testamento, pero, claro, no entiende a Dios:

     —El Señor «endurece» el corazón del faraón para que retenga a los judíos en Egipto, pero ¿por qué? De la misma manera podría inclinarlo a la misericordia, ya que está en su mano hacerlo (...) Este Dios judío es bien extraño.              

     El diario detalla minuciosamente sus lecturas:

     —De noche, antes de apagar la luz, media hora de poemas: Czuczor, Bajza, Batsányi… Me siento como quien se ha pasado el día caminando por una ciénaga y se ducha antes de acostarse.

     Entre Oriente y Occidente, como cristiano cultural e hijo de la Ilustración, se decanta por lo propio:

     —Rumiaban las enseñanzas de Buda, según las cuales lo mejor es no hacer nada, sólo dejarse llevar por la reacción en cadena del karma que conduce al Nirvana… Esta rutina entumecedora ocasiona la parálisis de los asiáticos, su obsesión por el Destino y el vaivén del Universo… Fausto es más humano. Va al infierno, pero por lo menos tiene curiosidad.

     La muerte revolotea a menudo por las páginas, en un esfuerzo baldío por adaptarse al difícil tránsito:

     —Quietud si pienso en la muerte. Inquietud si pienso en el morir.
     —La muerte está muy cerca, percibo su aliento, su olor. Tal familiaridad no me asusta, me apacigua.
     —La muerte es misterio y realidad a la vez. Tenemos que guardar silencio, incluso arrodillarnos, ante el misterio.

     Y una esperanza metafísica mezclada con una especie de teísmo perdura en él:

     —Espero que el universo obedezca a una conciencia, aunque eso es sólo una esperanza.

     Como todo escritor (unos con más razón que otros) duda de sus escritos. Para él, la escritura no es propia de personas sanas, aunque:

     —Sería más decente callarme para siempre, pero callarse es tan aburrido…              

     Observa la agonía de las inquietudes espirituales de los hombres, la insensibilidad y el reinado de la frivolidad y de lo trivial. Aborrece el gusto de sus contemporáneos y duda de su moral:

     —A veces pongo la radio y sale un locutor de un evento deportivo, vociferando atropelladamente quién, cuánto y dónde ha saltado alguien o ha marcado un tanto. Eso es lo que escuchan las masas. Las emisiones deportivas son la arteriosclerosis absoluta de una civilización.

     El hombre espiritual se ve obligado a vivir oculto, en su catacumba, y si sale debe disimular, aderezarse con toques de frivolidad. Aunque no cree que todo el mundo sea simple, sí constata la falta de criterio para resistirse ante la dictadura de la trivialidad. Surgen, por tanto, algunos brotes de misantropía:

     —La gentuza insolente, avariciosa, con la sonrisa boba está por todas partes, en todos los asuntos. La gentuza humana grotesca.
     —Hace más de cien años Nietzsche escribió: «En democracia el protagonista sale del escenario y es sustituido por el actor.

     El hastío es una enfermedad que se manifiesta cuando se pierden las ganas de leer. Cuando eso ocurre el mundo se extravía en un sinsentido nada interesante:

     —En los últimos tres meses no he abierto un libro.
     —Asco y náuseas si pienso en la «literatura». En contadísimas ocasiones se han producido algunas líneas cargadas de la electricidad que mueve a la vez las estrellas y, aquí en la tierra, a Hansel y Gretel. Luego palabras y más palabras, malabarismos artificiosos, vanidad por todas partes. Y palabrería insolente.
     —A lo largo de estos doce meses no he leído ni un libro completo, sólo hojeado algunos. Ocasionalmente escribía alguna nota en el diario; aparte de eso, nada.
Hace días me preparé una serie de lecturas para antes de ir a dormir —Sófocles, Cervantes, Arany—, pero no las he tocado. La idea de la «literatura» me hastía.
     —Las palabras no sirven más que para ocultar la realidad, no para revelarla. La realidad es otra cosa.
     —Literatura: ochenta por ciento de exhibicionismo. El resto es escritura al dictado.

     Siempre fue solitario por naturaleza y solía huir de la gente. Cada nuevo conocido representaba para él un esfuerzo de adaptación agotador. Cuando muere su esposa, el escritor se aísla completamente y vive en una casi absoluta soledad; se convierte así en espectador de su lento deterioro:

     —La visión del ojo izquierdo es casi nula, no puedo leer ni escribir con él. Con el derecho veo borroso, y no sé hasta cuándo. Lo único que lamento es que cuando se acabe, se habrán acabado también las lecturas; no echaré de menos nada más.
     —El único ser vivo con el que intercambio alguna palabra es la asistenta, la señora mayor que viene a limpiar el piso tres veces a la semana.
     —Vivo totalmente aislado, durante meses no me visita nadie excepto la vieja señora de la limpieza. Y a veces János con sus hijas. Prefiero la soledad en solitario que la soledad en compañía.
     —Vivo totalmente solo, es decir, no me aburro. «Temer la muerte». Lo que temo es que la muerte sea aburrida.
     —Todavía no saben que el viejo prefiere la soledad porque es lo único que no le aburre.
     —Hace meses que no veo a nadie. Mi única relación social es con la asistenta que viene a limpiar el piso dos veces por semana. Sólo me preocupa una idea: no perder la ocasión de matarme antes de que llegue el tiempo de la impotencia.

     Sándor Márai se suicidó en 1989 en San Diego, California.

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