Tertulia

Sentado en un café reviso las noticias del día mientras añoro aquel placer perdido que era la lectura atrasada de periódicos; ante su caducidad solo cabía el humor.

     Mi contertulio, que había mantenido un escrupuloso silencio hasta el momento, me dice que escribir es podar y dar forma a una tempestad de ideas y sentimientos banales y archiconocidos. El pobre lleva años fallecido, buscando defraudar a un latente público decepcionante. No sabe quién es más frustrante, me dice, si su obra o su desaparecido público. Pero sigue teniendo un hambre difícil de saciar al no tolerar bien los platos precocinados, ese burdo instrumento totalitario. No conviene confundir el sustrato artístico con voluntades artríticas, me dice. Ha venido a arrojar fuego demencial entre la masa indolente de sabihondos y cree que no hay ninguna razón para suponer que después de un crimen tan atroz como el asesinato de un ser perfecto, la humanidad haya debido hacerse mejor. Pero es que la redención se coloca en otro plano, en un plano eterno, le digo. Él considera que no hay razón para establecer un vínculo entre el grado de perfección y la cronología. Es preciso, continúa, deshacerse de esa superstición progresista para saborear unas gotas de eternidad. El hecho mismo de haber traducido «Logos» por «Verbo» indica que algo se perdió irremediablemente, pues no es lo mismo transmitir una noticia que una teología. Observa en muchas almas piadosas, e incluso santas, una puerilidad desquiciante. Los misterios traducen el silencio para dejar que algo invada el alma con esencias sugestivas. Y todo, piensa, porque hay un malestar inevitable de la inteligencia con el cristianismo; y luego está la forma en que la Iglesia ha concebido su misión enredándola con su poder. Entre todos los libros del Antiguo Testamento, solamente los sapienciales son asimilables, el resto es indigerible, concluye, mientras paga la cuenta.

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