El enfermo dichoso
Intento alcanzar una quimera, eso se nota, aunque los demás se pregunten por qué insisto en tirarme de los pelos. Necesito verle y decido visitarle. Me acerco a su lecho y le pregunto cómo se encuentra.
—Me asombran a veces quienes se sorprenden ante el sosiego con el que conllevo la decrepitud. Ya no puedo utilizar las piernas, los brazos y las manos y me he vuelto casi ciego.
—Más me asombra a mí su asombro —le digo con afecto.
—Con todo, no es despreciable lo que aún me queda.
—Cuénteme, deme más detalles, por favor.
—Puedo todavía apreciar las palabras de un amigo, escuchar la lectura de una bella poesía o una bonita historia; puedo disfrutar de la música y de los dones aún más divinos que Dios me ha dejado.
—Me haría mucho bien que me hablara de ellos.
—Creo haber salvado, a costa de conflictos íntimos cotidianos, la fe, la apertura ante lo desconocido, la imaginación, la fantasía, la pasión por meditar y contemplar y esa luz interior que me inspira llamada intuición.
Se detiene un momento, descansa y continúa.
—No me falta tampoco el cariño de mi familia, la amistad de algunos pocos amigos, la facultad de amar incluso a quienes no conozco personalmente y la felicidad de ser amado incluso por quienes sólo conocen mis escritos.
Por un momento envidio su triste estado. Leemos, creo, para reparar nuestra soledad, aunque en la práctica cuanto mejor leemos más solitarios nos volvemos. Algo así recuerdo que dijo Harold Bloom. Pienso ahora en los que se encuentran solos y nunca pudieron refugiarse en ese bien invisible y vano que es el reconocimiento.
—Y todavía puedo comunicar a los demás —prosigue—, aunque sea con dolorosa lentitud, mis pensamientos y mis sentimientos. Si tuviera la mente confusa, la inteligencia torpe, la fantasía ausente y el corazón helado, mi sufrimiento sería todavía más terrible, como un alma muerta aprisionada en una materia decrépita.
—Eso ya no sería vivir.
—¿De qué me serviría si no tuviera nada que decir? Sigo convencido del predominio del espíritu sobre la materia, y ahora, llegado al punto culminante de mi vida, no puedo permitirme un cambio de opinión ante esta pesada carga de sufrimiento.
Me despido de él y vuelvo a casa, reconfortado por la conversación. Me pregunto que, si no fuera por el comentario acerca de su obra, dudaría de si he estado al lado de Papini o junto a Sócrates.
—Me asombran a veces quienes se sorprenden ante el sosiego con el que conllevo la decrepitud. Ya no puedo utilizar las piernas, los brazos y las manos y me he vuelto casi ciego.
—Más me asombra a mí su asombro —le digo con afecto.
—Con todo, no es despreciable lo que aún me queda.
—Cuénteme, deme más detalles, por favor.
—Puedo todavía apreciar las palabras de un amigo, escuchar la lectura de una bella poesía o una bonita historia; puedo disfrutar de la música y de los dones aún más divinos que Dios me ha dejado.
—Me haría mucho bien que me hablara de ellos.
—Creo haber salvado, a costa de conflictos íntimos cotidianos, la fe, la apertura ante lo desconocido, la imaginación, la fantasía, la pasión por meditar y contemplar y esa luz interior que me inspira llamada intuición.
Se detiene un momento, descansa y continúa.
—No me falta tampoco el cariño de mi familia, la amistad de algunos pocos amigos, la facultad de amar incluso a quienes no conozco personalmente y la felicidad de ser amado incluso por quienes sólo conocen mis escritos.
Por un momento envidio su triste estado. Leemos, creo, para reparar nuestra soledad, aunque en la práctica cuanto mejor leemos más solitarios nos volvemos. Algo así recuerdo que dijo Harold Bloom. Pienso ahora en los que se encuentran solos y nunca pudieron refugiarse en ese bien invisible y vano que es el reconocimiento.
—Y todavía puedo comunicar a los demás —prosigue—, aunque sea con dolorosa lentitud, mis pensamientos y mis sentimientos. Si tuviera la mente confusa, la inteligencia torpe, la fantasía ausente y el corazón helado, mi sufrimiento sería todavía más terrible, como un alma muerta aprisionada en una materia decrépita.
—Eso ya no sería vivir.
—¿De qué me serviría si no tuviera nada que decir? Sigo convencido del predominio del espíritu sobre la materia, y ahora, llegado al punto culminante de mi vida, no puedo permitirme un cambio de opinión ante esta pesada carga de sufrimiento.
Me despido de él y vuelvo a casa, reconfortado por la conversación. Me pregunto que, si no fuera por el comentario acerca de su obra, dudaría de si he estado al lado de Papini o junto a Sócrates.