Eventos
He necesitado un día entero y varios calmantes para recuperarme mínimamente de una maratón de tres días consecutivos de eventos sociales. Esto es muy inusual en mi vida; en ella los actos sociales escasean, afortunadamente. He malvivido rodeado de conocidos durante unas cuarenta horas repartidas en esos tres días, es decir, una media de trece horas y veinte minutos cada día.
Me falta costumbre, agilidad y resistencia para sobrevivir en esa selva de las frivolidades y no tengo ya paciencia para escuchar anécdotas de nulo interés.
Como no podía leer, pues está muy mal visto llevar libros en estos ambientes, me dediqué a espiar a la gente, mientras me acordaba de Pío Baroja cuando decía aquello de que «a una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre», y de Chateaubriand: «una multitud es como un vasto desierto de hombres».
Me cansé pronto de espiar comportamientos estereotipados. Toda mi vida he tratado de aprender a vivir aislado, en la medida de lo posible, quizás porque jamás supe mezclarme con los grupos. Siempre temí la dictadura de lo social, como si los grupos conspiraran contra mi personalidad.
En cambio, sí que me interesan las personas de una en una. Cara a cara, en la intimidad de una conversación tranquila, la cosa cambia, la máscara frívola desaparece y surge la personalidad de cada uno. ¿Por qué los grupos hacen retroceder a lo peor de la adolescencia?, me pregunto, aunque es muy poco inteligente por mi parte plantear esta pregunta en la noche más ridícula del año.
Me falta costumbre, agilidad y resistencia para sobrevivir en esa selva de las frivolidades y no tengo ya paciencia para escuchar anécdotas de nulo interés.
Como no podía leer, pues está muy mal visto llevar libros en estos ambientes, me dediqué a espiar a la gente, mientras me acordaba de Pío Baroja cuando decía aquello de que «a una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre», y de Chateaubriand: «una multitud es como un vasto desierto de hombres».
Me cansé pronto de espiar comportamientos estereotipados. Toda mi vida he tratado de aprender a vivir aislado, en la medida de lo posible, quizás porque jamás supe mezclarme con los grupos. Siempre temí la dictadura de lo social, como si los grupos conspiraran contra mi personalidad.
En cambio, sí que me interesan las personas de una en una. Cara a cara, en la intimidad de una conversación tranquila, la cosa cambia, la máscara frívola desaparece y surge la personalidad de cada uno. ¿Por qué los grupos hacen retroceder a lo peor de la adolescencia?, me pregunto, aunque es muy poco inteligente por mi parte plantear esta pregunta en la noche más ridícula del año.