Epitafio de Prometeo

Escuchamos en la penumbra Epitafio de Prometeo, de Alfredo Aracil, y pienso en el fuego, ese regalo envenenado, esa caja de Pandora que, como pecado original, condenó al Hombre y que algunos sitúan justo en el instante mismo en el que alumbra la llama de la consciencia.

     Cuando acaba la música, me dice que ha pensado en la insustancialidad de la materia, como el obispo Berkeley, donde una partícula sin observador carecería de entidad real.

     —Tal partícula, así imaginada, sería algo así como un mero conjunto de probabilidad, algo puramente metafísico, donde consciencia y mundo serían indistinguibles  —me dice.

     —Visto así, desde una cosmovisión idealista o cuántica, las cosas no son como son, serían como soy. No podríamos decir yo soy, sino, me soy —le respondo, sin ningún convencimiento. Palabras vacías; realmente, ignoro lo que esto quiere decir.

     Yo soy un cúmulo de pensamientos que a veces maneja sentimientos, dicen algunos hombres.

     Yo soy una maraña de sentimientos que quiere y odia, y a veces manejo ideas, dicen otros.

     El absurdo es el fruto de un tentativa lógica de entender lo que no lo es. En ocasiones, cuando queremos responder a las grandes preguntas, lo único que hacemos es pegar una patada a la interrogación y desplazarla de sitio. La pregunta sigue ahí, pero nosotros creemos haber progresado mucho.





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