Cuentos de Tokio



     Sigo con La novela luminosa, de Levrero, y pienso que carecer de un objetivo en la vida, rodeado de una rutina confortable en ausencia de incomodidades apremiantes, convierte la existencia en un presente perpetuo, efímero, y para muchos poco presentable.

     Cuando me canso de leer me animo, por el consejo indirecto que me propone mi querido y único amigo, a contemplar Cuentos de Tokio, de Yasujiro Ozu:

     Acaba de morir su esposa, el viudo admira el paisaje y dice: «Me temo que hoy volverá a hacer calor». No es una frase nihilista de alguien al que todo le importe un carajo, como al Mersault de Camus, no, es más bien la tozuda dictadura de las apariencias. Ante todo la sonrisa. Rodeados de un calor que los abanicos intentan despejar, los sentimientos reales de esta familia suelen quedar bien tapados. Delante siempre la excusa del trabajo, deber supremo, la exagerada educación y la permanente sonrisa. Toda la película es una sucesión de diálogos intrascendentes que significan mucho, pues los sentimientos escondidos por lo personajes no explotan en ellos, explotan en mí. Gracias a la maestría del director, noto el fracaso, la soledad, el vacío, el egoísmo, el cinismo, hasta el punto de sentirme culpable. Los personajes son mediocres, no tienen graves defectos ni grandes virtudes, excepto Noriko, la nuera angelical, que funciona como contraste quizá algo artificial; y la cámara, casi a ras de suelo, de testigo pequeño, mudo e impotente. El cine como arte no pasa de ser un mero instrumento óptico y sonoro que ofrece al espectador la posibilidad de discernir aquello que experimenta inconscientemente en sí mismo. Una película para contemplar, con toda la calma del mundo, todo el profundo significado de la mediocridad.

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