Escucha la canción del viento
Me levanto de la cama, me ducho para quitarme la desagradable somnolencia que delata a mi escasa voluntad y me preparo unas tostadas y un zumo de naranja para desayunar, una combinación patética y memorable que merece ser recordada para no volverla a repetir.
Mi habitación parece desordenada, pero sólo hasta cierto punto, como si no valiese la pena el esfuerzo. Estoy convencido de que mi único cometido estriba en aprender a fracasar cada vez mejor, aunque soy consciente de que mis fracasos no llegarán a ser nunca lo suficientemente buenos.
Tras dar un cansado paseo de unas dos horas, tratando de evitar a toda costa encontrarme con alguien conocido, llego al Freewill y me encuentro a Giovanni con los codos hincados en la barra y el entrecejo fruncido leyendo los larguísimos diarios de Musil. No me dice nada. Del otro nada espero: el hombre de los atributos ausentes nunca llegó a interesarme.
Pido una cerveza y un montado de lomo con pimientos, saco el libro y me pongo a leer tranquilamente. Suena un teléfono. Me siento en un sillón de la sala de lectura, escuchando a Milt Jackson, comiendo mi montado y dando pequeños sorbos a mi cerveza. En uno de ellos inclino demasiado el vaso antes de llegar a la boca y el líquido se me desparrama por la camisa.
Cuando me canso de ducharme en cerveza, vuelvo a casa y me pongo a escuchar Radio Clásica. Triunfo esta vez, no están poniendo ópera. Me tomo un vaso de leche con café soluble descafeinado. Sigo con el libro de Murakami. Observo un ritmo poderoso de frases cortas; un lenguaje directo, sin circunloquios; unas descripciones precisas, sin aspavientos. Aunque no haya escrito algo muy importante, la atmósfera que logra es enigmática, como si hubiera algo oculto detrás.
Levanto la vista del libro y pienso que, con excesiva asiduidad, cuando llevo un buen rato leyendo, me entrar ganas de ver gente; pero cuando llevo un segundo con gente, me entran ganas inmediatas de leer. Recuerdo un aforismo que leí en el blog de José Luis Morante: Hay relaciones personales que tienen la duración de un aforismo y menos contenido.
Leer me aísla de los demás, lo sé; escucharlos tampoco ayuda. El comportamiento de la gente, salvo excepciones, me resulta conocido e irritante. No es que sea indescifrable, al revés, es demasiado previsible y, lo que es peor, colmado de histrionismo, algo que ha ido empeorando paulatinamente y que ya se ha sumergido en profunda cursilería. Incomprensiblemente, siento una ligerísima pero cierta tendencia a escupirles en pleno rostro, cosa que jamás haría. En el mejor de los casos me generan carcajadas despectivas de los que ya están de vuelta de todo. A veces también disfruto de la chabacanería porque, aunque suponga una incomodidad, también confirma una presunta superioridad espiritual, que convierte la estrechez en deleite. Todos conocemos esos pensamientos o alegrías en los que se infiltra un punto de vanidad que termina por conducirnos al punto más bajo de la necedad, escribió Vila-Matas en su espantosa novela titulada Al sur de los párpados:
[«¿Verdad que es una novela malísima? Usted no quiere que nadie la lea». «En el largo invierno de 1978 —responde Vila-Matas— me dediqué a contar, ya instalado en mi casa de la Travesía del Mal de Barcelona, la historia del aprendizaje de un escritor. Aunque la novela es pedante e insoportable, me fue muy útil trabajar en ella porque aprendí precisamente aquello que aprendía mi escritor, es decir, que aprendí a escribir. Hace años que ando prohibiendo que alguien la lea»]
No le falta razón, pero yo no le hice caso, quería comprobarlo personalmente, aunque pasé dos horas muy insoportables.
Vuelvo al sueño de las líneas. Para mí un libro es algo más que una cosa que lees, sosteniéndolo con una o dos manos, para matar el tiempo mientras llega la hora de comer. Prefiero una falsedad espléndida a una pobre realidad. Y es que en el infierno hace más calor. Lo digo como si hubiera estado allí. La verdad es que creo que me lo han contado o lo he leído. El diablo es un intelectual altanero, sí, pero también es un vulgar payaso que se burla de la idea misma de la atribución de sentido. Tanto los nihilistas como los bufones son alérgicos al más mínimo tufillo de significación. No es el caso de Schelling, que consideraba el mal como algo mucho más espiritual que el bien, al representar el odio hacia la realidad material. Lo real es un robo de lo posible, un obstáculo en el camino de la potencia infinita, algo que estorba a su ansia faustiana de conocimiento y arte divinos. Las cosas finitas son un escándalo para los sueños. Todo logro real pasa automáticamente a ser trivial. No hay poema más sublime que el que se insinúa en un folio en blanco.
Hace tiempo decidí no hablar hasta que me preguntasen. Cometí un error. Nadie me preguntaba nada y me sumí en un mutismo deleznable. Es una costumbre como cualquier otra, me digo ahora. Debo de estar pasando por una época patética en la que quiero parecer frío e imperturbable. Con todo, creo que la salvación existe.
Suena el teléfono. No lo cojo. Estoy medio dormido en el sillón con la mirada perdida en el libro abierto. Afuera sopla el viento y veo las hojas arremolinarse por la hierba, como si la voluntad infinita las obligara a jugar al corro de la patata.
Mi habitación parece desordenada, pero sólo hasta cierto punto, como si no valiese la pena el esfuerzo. Estoy convencido de que mi único cometido estriba en aprender a fracasar cada vez mejor, aunque soy consciente de que mis fracasos no llegarán a ser nunca lo suficientemente buenos.
Tras dar un cansado paseo de unas dos horas, tratando de evitar a toda costa encontrarme con alguien conocido, llego al Freewill y me encuentro a Giovanni con los codos hincados en la barra y el entrecejo fruncido leyendo los larguísimos diarios de Musil. No me dice nada. Del otro nada espero: el hombre de los atributos ausentes nunca llegó a interesarme.
Pido una cerveza y un montado de lomo con pimientos, saco el libro y me pongo a leer tranquilamente. Suena un teléfono. Me siento en un sillón de la sala de lectura, escuchando a Milt Jackson, comiendo mi montado y dando pequeños sorbos a mi cerveza. En uno de ellos inclino demasiado el vaso antes de llegar a la boca y el líquido se me desparrama por la camisa.
Cuando me canso de ducharme en cerveza, vuelvo a casa y me pongo a escuchar Radio Clásica. Triunfo esta vez, no están poniendo ópera. Me tomo un vaso de leche con café soluble descafeinado. Sigo con el libro de Murakami. Observo un ritmo poderoso de frases cortas; un lenguaje directo, sin circunloquios; unas descripciones precisas, sin aspavientos. Aunque no haya escrito algo muy importante, la atmósfera que logra es enigmática, como si hubiera algo oculto detrás.
Levanto la vista del libro y pienso que, con excesiva asiduidad, cuando llevo un buen rato leyendo, me entrar ganas de ver gente; pero cuando llevo un segundo con gente, me entran ganas inmediatas de leer. Recuerdo un aforismo que leí en el blog de José Luis Morante: Hay relaciones personales que tienen la duración de un aforismo y menos contenido.
Leer me aísla de los demás, lo sé; escucharlos tampoco ayuda. El comportamiento de la gente, salvo excepciones, me resulta conocido e irritante. No es que sea indescifrable, al revés, es demasiado previsible y, lo que es peor, colmado de histrionismo, algo que ha ido empeorando paulatinamente y que ya se ha sumergido en profunda cursilería. Incomprensiblemente, siento una ligerísima pero cierta tendencia a escupirles en pleno rostro, cosa que jamás haría. En el mejor de los casos me generan carcajadas despectivas de los que ya están de vuelta de todo. A veces también disfruto de la chabacanería porque, aunque suponga una incomodidad, también confirma una presunta superioridad espiritual, que convierte la estrechez en deleite. Todos conocemos esos pensamientos o alegrías en los que se infiltra un punto de vanidad que termina por conducirnos al punto más bajo de la necedad, escribió Vila-Matas en su espantosa novela titulada Al sur de los párpados:
[«¿Verdad que es una novela malísima? Usted no quiere que nadie la lea». «En el largo invierno de 1978 —responde Vila-Matas— me dediqué a contar, ya instalado en mi casa de la Travesía del Mal de Barcelona, la historia del aprendizaje de un escritor. Aunque la novela es pedante e insoportable, me fue muy útil trabajar en ella porque aprendí precisamente aquello que aprendía mi escritor, es decir, que aprendí a escribir. Hace años que ando prohibiendo que alguien la lea»]
No le falta razón, pero yo no le hice caso, quería comprobarlo personalmente, aunque pasé dos horas muy insoportables.
Vuelvo al sueño de las líneas. Para mí un libro es algo más que una cosa que lees, sosteniéndolo con una o dos manos, para matar el tiempo mientras llega la hora de comer. Prefiero una falsedad espléndida a una pobre realidad. Y es que en el infierno hace más calor. Lo digo como si hubiera estado allí. La verdad es que creo que me lo han contado o lo he leído. El diablo es un intelectual altanero, sí, pero también es un vulgar payaso que se burla de la idea misma de la atribución de sentido. Tanto los nihilistas como los bufones son alérgicos al más mínimo tufillo de significación. No es el caso de Schelling, que consideraba el mal como algo mucho más espiritual que el bien, al representar el odio hacia la realidad material. Lo real es un robo de lo posible, un obstáculo en el camino de la potencia infinita, algo que estorba a su ansia faustiana de conocimiento y arte divinos. Las cosas finitas son un escándalo para los sueños. Todo logro real pasa automáticamente a ser trivial. No hay poema más sublime que el que se insinúa en un folio en blanco.
Hace tiempo decidí no hablar hasta que me preguntasen. Cometí un error. Nadie me preguntaba nada y me sumí en un mutismo deleznable. Es una costumbre como cualquier otra, me digo ahora. Debo de estar pasando por una época patética en la que quiero parecer frío e imperturbable. Con todo, creo que la salvación existe.
Suena el teléfono. No lo cojo. Estoy medio dormido en el sillón con la mirada perdida en el libro abierto. Afuera sopla el viento y veo las hojas arremolinarse por la hierba, como si la voluntad infinita las obligara a jugar al corro de la patata.