En un lugar solitario
Giovanni me dice que se llama Enrique, pero nada más sabemos de él. Desde mi rincón del Freewill le observo disimuladamente, pero con atención. Intuyo que nada le molestaría tanto como saber quién es, porque en realidad, nadie quiere ser quien es. Espero que haya nacido con el ánimo de inquietar, pues todas las mañanas deambula por los jardines y traslada de un lugar a otro un grueso volumen de textos herméticos. A veces farfulla frases misteriosas. Le contemplo como si fuese portador de esa extraña lucidez del que sabe aceptar el fracaso, sin rencor ni vergüenza, como destino natural e inevitable de una vida. Resulta saludable vivir sin la ilusión de la propia importancia. Suele pararse de vez en cuando, como si se preguntara «¿qué es lo que pretendo? No hay nada que hacer luego». Desde su aislamiento monacal, imagino que el mundo le parecerá lleno de símbolos misteriosos. Investigará, pensará, soñará y escribirá. A veces, con cierta sensación de plenitud. Parece que soporta estar solo con ese aire resignado de los que casi nunca desean verse con nadie. Estoy seguro de que escribe por la vía de la necesidad y no por la del oficio, y que piensa en Musil, que escribió sus diarios como si fuera un crítico ajeno a ellos, donde el arte aparece como una indagación de lo insondable. Sentirá un impulso de relativizarlo todo como llave para buscar un lugar en el mundo, humilde. La mayoría de las personas se ven superadas sin remedio por la magnitud de lo superfluo, pero se le nota que le sublevan los tópicos y la idea de rebaño. Percibo que quiere contemplarlo todo desde su plenitud. Como todos, cuando no quiere estar triste es cuando más triste está. Se ha convertido en la viva personificación del mutismo. La única vez que me dirigió la palabra fue para decirme adiós. Dentro de un momento la neblina volverá a apoderarse de él y todo ya le parecerá lejano y sin sentido, momento en que gritará: «¡Fuera de aquí, tal es mi tarea!».