Mensajes
Camino hacia el Freewill, mientras la fresca mañana se despereza, pensando que estar bien no es lo mismo que fingir estar bien, algo que los psicólogos no terminan de entender.
Avanzo silbando una alegre canción y me acuerdo de aquel hombre que ayer se pasó por la librería del Freewill buscando cuatro títulos de Vila-Matas. Cuando entró me fijé en él por lo poca cosa que era; además, se le veía tímido y no paraba de mirar a su alrededor, como si le persiguiera alguien. Estuvo un cuarto de hora buceando por la zona de la narrativa española, letra V, y por fin vino a preguntarme por los libros del autor barcelonés. Fue una sorpresa comprobar que eran exactamente los mismos libros que había solicitado yo ayer —los últimos cuatro que me quedaban por leer de Vila-Matas—, y que acababan de llegar del almacén central.
—Bueno, si no están ahí es que no los tenemos —le mentí—, pero se los puedo encargar. Seguramente los tendremos mañana. ¿Quiere un café? Invita la casa.
Nos dirigimos a la cafetería, donde sonaba Midnight blue, de Kenny Burrell. Yo pedí un americano y él uno cortado. Le invité al café para curar el poso de mala conciencia que me había quedado por mentirle. Mientras nos lo tomábamos me contó que jamás había leído a Vila-Matas y que el motivo de buscarlo surgió porque desde hacía unos años se dedicaba a pensar teorías sobre filosofía, teología o astronomía. Cada teoría la apuntaba en un papelito que perdía adrede en el metro, en los parques, en los conciertos o en los bares. En todos aquellos mensajes escribía su correo electrónico por si alguien que se encontrara con ellos tuviera algo que añadir o refutar.
—Esos mensajes —continuó— los podía haber enviado a través de Facebook o Twitter, pero pensé que sería dejar de lado a aquellos sabios que nunca entran en las redes sociales. Verá, soy muy aficionado a una película de Fernando Fernán-Gómez titulada El anacoreta, ¿la conoce? He recibido algunos correos pero siempre son de graciosos que quieren mofarse de mí. Hasta que, por fin, llegó uno que me intrigó.
Me mostró un mensaje impreso en un folio:
—Bueno, si no están ahí es que no los tenemos —le mentí—, pero se los puedo encargar. Seguramente los tendremos mañana. ¿Quiere un café? Invita la casa.
Nos dirigimos a la cafetería, donde sonaba Midnight blue, de Kenny Burrell. Yo pedí un americano y él uno cortado. Le invité al café para curar el poso de mala conciencia que me había quedado por mentirle. Mientras nos lo tomábamos me contó que jamás había leído a Vila-Matas y que el motivo de buscarlo surgió porque desde hacía unos años se dedicaba a pensar teorías sobre filosofía, teología o astronomía. Cada teoría la apuntaba en un papelito que perdía adrede en el metro, en los parques, en los conciertos o en los bares. En todos aquellos mensajes escribía su correo electrónico por si alguien que se encontrara con ellos tuviera algo que añadir o refutar.
—Esos mensajes —continuó— los podía haber enviado a través de Facebook o Twitter, pero pensé que sería dejar de lado a aquellos sabios que nunca entran en las redes sociales. Verá, soy muy aficionado a una película de Fernando Fernán-Gómez titulada El anacoreta, ¿la conoce? He recibido algunos correos pero siempre son de graciosos que quieren mofarse de mí. Hasta que, por fin, llegó uno que me intrigó.
Me mostró un mensaje impreso en un folio:
He leído su mensaje: «todo es misterio y claridad extrema». Le recomiendo que lea Impostura, Extraña forma de vida, En un lugar solitario y Perder teorías, de Enrique Vila-Matas. Le doy dos semanas. Nos reuniremos el próximo día quince en la Plaza del Callao. Le esperaré sentado en la silla más cercana a la Fnac. Estaré allí de once a once y media. No falte.
Pensé que aquel hombre no podía ser un loco, le sobraba genialidad. Me dijo que se llamaba Fernando Bécil. Su aspecto desgarbado, aquel bigotito diminuto y la pinta de no haber dormido, me causaron una excelente impresión. Nos despedimos hasta el día siguiente y así podría llevarse aquellos libros tan interesantes y que tanto me apetecía leer.
Pensé que aquel hombre no podía ser un loco, le sobraba genialidad. Me dijo que se llamaba Fernando Bécil. Su aspecto desgarbado, aquel bigotito diminuto y la pinta de no haber dormido, me causaron una excelente impresión. Nos despedimos hasta el día siguiente y así podría llevarse aquellos libros tan interesantes y que tanto me apetecía leer.