Impostura
Hoy no he leído ningún periódico, por lo que mi humor es todavía excelente. Todos creemos que los políticos son los nuevos demonios, pero solo son nuestro reflejo, y eso molesta mucho a nuestro inconsciente.
Entre el misterio del ser y la claridad del estar, pensando que la vida es, científicamente, un simple proceso antientrópico momentáneo, termino de leer Impostura, el segundo de los cuatro libros de Vila-Matas que tenía que leer Fernando Bécil antes de acudir, el próximo día quince, a la cita con el desconocido en el banco más cercano a la Fnac de la Plaza del Callao. No sé nada de Fernando, así que si no aparece él, he decidido que yo acudiré a la cita en su lugar. Seré un espía, si aparece, y un impostor, si no lo hace.
Sospecho que más que la verdad es hora de elegir una historia, una propuesta poética. No se puede refutar el idealismo con una patada porque en los sueños las patadas también duelen.
El doctor Vigil es un señor inútil, desgarbado, viudo y mezquino, al que le faltan pocos meses para su ansiada y esperada jubilación, con la que será infeliz de por vida. Su temor hacia las complicaciones le faculta para no tomar nunca ningún tipo de iniciativa. Regenta un manicomio que funciona solo y mal, pues su vagancia nada aporta.
Su ayudante, Bernaola, encuentra una secreta afición: mentir indiscriminadamente. Ambos simulan que trabajan, algo que, como todos sabemos, agota mucho más que el trabajo propiamente efectuado. Pero Bernaola tiene una suprema aspiración, la de convertirse en sirviente y recibir órdenes sin tener que pensar en nada más que en cumplirlas, manteniéndose, así, sereno y lúcido, ajeno a los pensamientos perturbadores y atento a la secreta vida de los suelos, para que no le pase lo que a Tales de Mileto, que cayó en un hoyo de tanto mirar a las estrellas. Se piensa a sí mismo como un cero a la izquierda, cómplice de la nulidad absoluta, insignificante. Lo que más le estimula es su extraordinaria modestia conquistada por su espíritu. Cuando llegue a viejo pedirá limosna.
Uno de los locos, el desmemoriado, se empeña en creer que ha recuperado la memoria cuando aparece una supuesta mujer que le ha reconocido, pero la sociedad, cruel y estúpida, trata de convencerle de que solo es un miserable delincuente que robaba en los cementerios, tal y como demuestra la comparativa de sus huellas dactilares. Como única salida, el hombre se refugia en el arte de la escritura y dibuja tortugas.
Bernaola no ve las películas, sino que se limita a oírlas, enriqueciéndolas con su poderosa imaginación. Cada vez que entreabre los ojos se siente decepcionado por lo que ve, como aquéllos pobres que odian la realidad después de haber disfrutado de su confortable espíritu. Por el mismo motivo se aficiona a la lectura y descubre en cada autor a un impostor, desenmascarado solo por aquellos lectores más perspicaces que suelen ser también los más amargados.
Entre el misterio del ser y la claridad del estar, pensando que la vida es, científicamente, un simple proceso antientrópico momentáneo, termino de leer Impostura, el segundo de los cuatro libros de Vila-Matas que tenía que leer Fernando Bécil antes de acudir, el próximo día quince, a la cita con el desconocido en el banco más cercano a la Fnac de la Plaza del Callao. No sé nada de Fernando, así que si no aparece él, he decidido que yo acudiré a la cita en su lugar. Seré un espía, si aparece, y un impostor, si no lo hace.
Sospecho que más que la verdad es hora de elegir una historia, una propuesta poética. No se puede refutar el idealismo con una patada porque en los sueños las patadas también duelen.
El doctor Vigil es un señor inútil, desgarbado, viudo y mezquino, al que le faltan pocos meses para su ansiada y esperada jubilación, con la que será infeliz de por vida. Su temor hacia las complicaciones le faculta para no tomar nunca ningún tipo de iniciativa. Regenta un manicomio que funciona solo y mal, pues su vagancia nada aporta.
Su ayudante, Bernaola, encuentra una secreta afición: mentir indiscriminadamente. Ambos simulan que trabajan, algo que, como todos sabemos, agota mucho más que el trabajo propiamente efectuado. Pero Bernaola tiene una suprema aspiración, la de convertirse en sirviente y recibir órdenes sin tener que pensar en nada más que en cumplirlas, manteniéndose, así, sereno y lúcido, ajeno a los pensamientos perturbadores y atento a la secreta vida de los suelos, para que no le pase lo que a Tales de Mileto, que cayó en un hoyo de tanto mirar a las estrellas. Se piensa a sí mismo como un cero a la izquierda, cómplice de la nulidad absoluta, insignificante. Lo que más le estimula es su extraordinaria modestia conquistada por su espíritu. Cuando llegue a viejo pedirá limosna.
Uno de los locos, el desmemoriado, se empeña en creer que ha recuperado la memoria cuando aparece una supuesta mujer que le ha reconocido, pero la sociedad, cruel y estúpida, trata de convencerle de que solo es un miserable delincuente que robaba en los cementerios, tal y como demuestra la comparativa de sus huellas dactilares. Como única salida, el hombre se refugia en el arte de la escritura y dibuja tortugas.
Bernaola no ve las películas, sino que se limita a oírlas, enriqueciéndolas con su poderosa imaginación. Cada vez que entreabre los ojos se siente decepcionado por lo que ve, como aquéllos pobres que odian la realidad después de haber disfrutado de su confortable espíritu. Por el mismo motivo se aficiona a la lectura y descubre en cada autor a un impostor, desenmascarado solo por aquellos lectores más perspicaces que suelen ser también los más amargados.