Fedón
Regreso al Freewill un poco despistado. Mes y medio sin venir. Ahora noto extraña la cotidianidad que antes me rodeaba y también una cierta melancolía. Quizás eche de menos ser quien era antes. Recuerdo que en el hospital, en las horas más bajas, siempre me acompañaron, consolándome en la lejanía del tiempo, mis queridos Sócrates y Platón, interpretándome al oído pasajes de su Fedón:
—Los hombres estamos en una especie de presidio —me decían—. Tenemos la esperanza de que haya algo reservado a los muertos. Si alguna vez hemos de saber algo en puridad tenemos que desembarazarnos del cuerpo y contemplar tan solo con el alma las cosas en sí mismas.
—Tengo presente —les contestaba— que no podéis demostrarme la inmortalidad del alma, pero en la duda, eso se siente, lo que basta para inclinar la balanza. Para mí, como me habéis enseñado, el verdadero acto de iniciación es morir y, la muerte, el auténtico Fin, con mayúscula, el auténtico sentido de la vida.
—Estimamos que conviene creerlo y que vale la pena correr el riesgo.
Giovanni me recuerda que Liu Ling, uno de sus personajes, amaba demasiado el vino y temía demasiado a la muerte. Cuando comenzó a vagar por los polvorientos caminos, en su carro llevaba siempre un barril de vino y un ataúd. Su único compañero de viaje era un sepulturero con su azada.
Los eremitas del desierto tenían como única compañía, además de los demonios que les tentaban, un crucifijo y una calavera, para que no se olvidaran de que todos los hombres, todos sin excepción, son enfermos, moribundos, y todos, afortunadamente, vamos a morir. Espero. Como expresó Platón en su "Carta VII", ninguno entre nosotros es naturalmente inmortal, y el que lo fuese, no seria por ello más dichoso, contra lo que cree la opinión del vulgo.