Después de la música


Después de clasificar y echar un vistazo a los libros que han llegado hoy a la librería del Freewill, me dedico a seleccionar la música que sonará en la sala de lectura. Giovanni me acompaña y me dice:

—Hoy toca música disonante otra vez.

—Yo no creo que lo sea —le respondo.
         
—Es habitual pensar —dice un desconocido con gafas y pelo blanco que curiosea en la librería— que la atonalidad es sinónimo de disonancia. Si bien es cierto que en sus comienzos la ruptura de la tonalidad tuvo que ver con el uso intensivo de disonancias, de sonidos con pocos armónicos en común y por lo tanto en relación de mayor tensión entre sí, lo esencial no era que estas fueran utilizadas, sino que obedecieran o no a una funcionalidad tonal. Obras sumamente disonantes, como las óperas Elektra o Salomé de Richard Strauss son tonales a pesar de su ambigüedad.
                             
—Yo creo —le digo— que se trata de una relación entre expectativa y satisfacción, entre anhelo y resolución. Para muchos la música debe contar algo, aunque no se trate de un relato cuyo argumento pueda expresarse en palabras, y aunque muchos oyentes e incluso algunos autores lo hagan.
             
—Fíjese que los mismos sonidos que algunos rechazan con virulencia en una sala de concierto son aceptados como música de una película. Podría pensarse que, en ese caso, el sostén narrativo que la música perdió dentro de sí lo encuentra el oyente en las imágenes externas.

—Renunciando a su imaginación o por no ser capaces de generarla. La mayoría de las imágenes a las que debe recurrir el lenguaje para referirse a la música son visuales, táctiles o emocionales.

—Así es. La música puede ser tenue, transparente, rugosa, límpida, colorida, opaca, áspera. Puede ser brillante, es capaz de ser violenta. Se le atribuye tristeza, alegría, exaltación o melancolía. El timbre, el ritmo, las densidades, la intensidad, las texturas, la interválica, siempre formaron parte del discurso musical. Tanto como el color o las relaciones de equilibrio en la pintura. Estos elementos se independizaron progresivamente y empezaron a tener un valor en sí mismos.

—Comenzaron a convertirse en ejes.
                         
—Sí —me responde—. Ya en las primeras décadas de ese siglo se hicieron discursos musicales en función no de las tensiones y distensiones prefijadas por el sistema tonal, sino del color o del ritmo.                      


—Es decir, que el principio se desplaza desde un desarrollo temático hacia unidades más breves, hacia los motivos, formas de desarrollo climático, rítmico o colorístico.

—Por ejemplo, el cambio producido por Debussy, independientemente de que su música suene menos rara que otras al oído, fue pensar la música desde ese otro lado. La novedad en Debussy tuvo que ver, más allá del uso intensivo de modos y escalas distintos de los habituales en la música occidental posterior a 1600, con la utilización de los acordes por su sonido, por su color y no por su función tonal.

—El acento —continúo— puesto en el color orquestal, en el uso de frases melódicas asimétricas, con flexibilidad rítmica, fragmentación de lo temático, el lugar cada vez más destacado de los vientos en la orquesta matizando la primacía de las cuerdas...  
         
—No olvide los contactos con la patafísica, el surrealismo, o en un conocimiento más intuitivo que profundo.
                       
—En definitiva, estará de acuerdo conmigo en que lo que hace Debussy, más allá del uso de ciertas escalas inusuales en la música de tradición europea de ese momento, es cambiar el eje a partir del cual se organiza el discurso sonoro. La direccionalidad, para él, ya no depende de las relaciones de acordes y temas sino de matices expresivos, del timbre y de las inflexiones rítmicas. Los acordes pasan a tener una función más colorística que armónica.

—Sí —me responde—. El sentido del acorde en Debussy es casi el de objeto en sí mismo, y pierde su función de paso en un camino dilatorio hacia el reposo. Un acorde, para Debussy, no lleva a otro.

—Es decir, puede llevar a cualquier otro, porque se olvida del manido coqueteo entre la tensión y el reposo que terminó convirtiéndose en un juego alrededor de la prueba progresivamente más osada acerca de cuánta acumulación de tensión puede soportar el sistema.  

—Bueno —pensativo—, Brahms era quien representaba este racionalismo, un desarrollo musical como consecuencia del trabajo casi matemático con los intervalos. La elección de Brahms como modelo le sirve a Schönberg, sobre todo, para teorizar acerca del lugar de la razón en el arte, encarnado en la variación desarrollada y en la idea de que todo debía partir del tema inicial.  

—Un juego un poco aburrido —concluyo.            
                     
—Podría ser. En el sistema tonal, el desarrollo es una especie de embudo donde, a medida que se avanza, las posibilidades se hacen menores y más obligadas, hasta llegar al inevitable final en la tónica. Ese rumbo implica una expectativa y, como en las novelas policíacas, el efecto descansa en la previsibilidad relativa. Si el rumbo de dilaciones, modulaciones y fraccionamientos progresivos de los motivos melódico-armónicos y rítmicos no se sigue en absoluto, la obra resulta sencillamente mal construida. Si el rumbo es seguido al pie de la letra, la obra es pobre. Debe sospecharse del asesino (la relación Dominante-Tónica), pero la certeza no debe llegar hasta el final.
         
—Presentación, nudo y desenlace, vamos.
                                     
—Efectivamente. Tenga en cuenta que el arte, según los preceptos decimonónicos, expresaba sentimientos e ideas profundas y funcionaba aproximadamente como una forma de filosofía aplicada. La jerarquía ontológica superior que asume la música para los filósofos de la época tiene que ver, precisamente, con su supuesta capacidad para representar ideas y sentimientos en estado puro.
                       
—¿Y qué opina —le pregunto— de la relación con los afectos que estuvo vigente durante casi todo el Romanticismo?

—Bueno, en el siglo XX, el cine, a la manera de una profecía que se cumple, terminó haciéndolo cierto. Todavía hoy, para el espectador común, existen músicas tristes, músicas alegres, melancólicas, heroicas o deprimentes. Otros aseguran que la música es un lenguaje que expresa solo lenguaje, más allá de que produzca en el receptor sentimientos debidos, sobre todo, a la propia carga cultural y emotiva de ese receptor.
                       
—Pero lo importante —insisto— es lo que sucede con el sonido y allí, en el único terreno que finalmente importa, las cosas son menos complejas: las obras funcionan o no.

—Al final todo vale. Un oyente puede sentir placer frente a una música, en especial por su clima general, por las evocaciones que esta música le provoca, porque le seducen los timbres o el ritmo, porque le relaja o le exalta o porque se emociona reconociendo la estructura y las relaciones entre algunos de los distintos elementos involucrados.

Mira hacia mis manos y observa el cedé que sujeto entre mis dedos.

—Kaija Saariaho. Surgida del espectralismo pero capaz de encontrar un camino absolutamente propio, donde la exploración de las cualidades propias del sonido se potencia con una cierta idea de direccionalidad y, sobre todo, de expresividad. Me parece una buena elección. Adiós.
       
           


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