Ejercicios de admiración, de Cioran
Joseph de Maistre es el profeta del pasado, el Maquiavelo de la teocracia, esteta extraviado en el catolicismo. La idea de la edad de oro, la idea del paraíso simplemente, obsesiona de igual manera a creyentes y ateos, pero entre el paraíso original de las religiones y el paraíso final de las utopías existe la distancia que separa una decepción de una esperanza. La teocracia, ideal del pensamiento reaccionario, se basa a la vez en el desprecio y en el temor al hombre, en la idea de que éste se halla demasiado corrompido para merecer la libertad, de que no sabe utilizarla y de que cuando se le concede la utiliza contra sí mismo, debido a lo cual, para evitar su perdición, las leyes y las instituciones deben hacerse reposar sobre un principio trascendente. Convencidos de la futilidad de las reformas, de la vanidad y de la absurdidad de una posible mejora, los reaccionarios quisieran ahorrar a la humanidad los desgarramientos y las fatigas de la esperanza, las angustias de una búsqueda ilusoria: que se satisfaga con lo adquirido, le declaran, que abdique de sus inquietudes y descanse apaciblemente en la felicidad del estancamiento. Sin jamás buscar una verdad por ella misma, sino siempre para convertirla en un instrumento de combate. Un pensador que emborrona una página sin destinatario se cree árbitro del mundo. Por el contrario, cuando escribe cartas atenúa las exageraciones de sus libros y descansa de sus excesos. La carta, conversación con un ausente, constituye un acontecimiento capital de la soledad. La verdad sobre un autor debe buscarse en su correspondencia y no en su obra. La obra es con frecuencia una máscara.
Un Nietzsche interpreta en sus obras un papel, se erige en juez y en profeta, ataca a amigos y enemigos, y se coloca, orgullosamente, en el centro del futuro. En sus cartas, en cambio, se queja, es un miserable, un enfermo, un pobre tipo, lo contrario que en sus despiadados diagnósticos y vaticinios, verdadera suma de diatribas.
Nunca he tenido la tentación de releer una sola carta de Proust, mientras que los dos últimos volúmenes de La recherche du temps perdu (Le temps retrouvé), que son lo más sutil y conmovedor que hasta ahora se ha escrito sobre la ignominia de envejecer, los he leído y releído con una avidez casi convulsiva. Habiendo tenido la suerte, como ya he dicho, de ser toda mi vida un desocupado, he escrito un número considerable de cartas. Al indolente, la correspondencia le da la ilusión de la actividad. Nada le halaga tanto como ir a Correos a echar una carta cada día… Durante muchos años mantuve una correspondencia sin objeto con toda clase de trastornados.
Valery cometió la imprudencia de dar demasiadas precisiones tanto sobre sí mismo como sobre su obra. Se reveló, se mostró, dio muchas de sus claves, disipó buena parte de esos malentendidos indispensables para el prestigio secreto de un escritor: en lugar de dejar para los demás el trabajo de descubrirle, lo asumió él mismo. El sentimiento de serlo todo y la evidencia de no ser nada. Todo espíritu crítico despiadado, todo denunciador de apariencias y, con más razón, todo «nihilista», no es más que un místico bloqueado. Cada vez nos interesa más, no lo que un autor ha dicho, sino lo que hubiera querido decir. Somos fanáticos de la obra abortada, abandonada a medio camino, imposible de acabar. Cada individuo, como cada época, no es real más que por sus exageraciones, por su capacidad de supervalorar, por sus dioses.
Para adivinar a ese hombre separado que es Beckett, habría que insistir en la expresión «mantenerse apartado», divisa tácita de todos sus instantes. No vive en el tiempo sino paralelamente al tiempo. Por eso nunca se me ha ocurrido preguntarle lo que pensaba de algún acontecimiento particular.
No soy un admirador de la filosofía de Wittgenstein, pero me apasiona el personaje. Todo lo que leo sobre él me conmueve. Más de una vez he encontrado rasgos comunes entre él y Beckett. Dos apariciones misteriosas, dos fenómenos que nos agrada sean tan desconcertantes, tan inescrutables. En los dos la misma distancia respecto a los seres y a las cosas, la misma inflexibilidad, la misma tentación del silencio, del repudio final del verbo, la misma voluntad de toparse con fronteras jamás presentidas.
Caillois es la ebriedad de la monotonía. En su Relato del desalojado escribe «He alcanzado la realidad última, que no es la nada, sino la existencia gris en la que vivo». Somos todos, es evidente, fracasados de alguna aspiración mística, todos hemos experimentado nuestros límites y nuestras imposibilidades en medio de alguna experiencia extrema. Reconoce que es incapaz de llegar al «aniquilamiento iluminador», admite su derrota, sus cansancios y sus dimisiones, proclama y saborea su fracaso. Tras el agotamiento de una fascinación, tras la orgía y el éxtasis de los orígenes: el orgullo del desasosiego, la aventura de lo gris.
Habiendo conocido a lo largo de mi vida a algunos filósofos y a bastantes escritores, he observado que sólo les interesan las personas en la medida en que ven en ellas a admiradores, discípulos o simplemente aduladores. Hecha por un novelista, puede ser aún soportable; pero, cuando es un filósofo quien la hace, deja por completo de serlo, y yo debo decir que prácticamente nunca se la he oído a G. Marcel. Teme a la soledad, algo que parece inconcebible en un filósofo tal y como nos lo imaginamos generalmente, sumido en su sistema y aislado del mundo. Un filósofo que ha visto de cerca lo inefable está expuesto al tormento de no ser ni músico, ni poeta ni místico.
Fitzgerald muere en 1941, a los cuarenta y cuatro años; su crisis se sitúa hacia 1935-1936, época en la que escribe los textos que compondrán el The Crack-up. Antes de esa fecha, el acontecimiento capital de su vida es su matrimonio con Zelda. Juntos llevarán la existencia artificial de los norteamericanos en la Costa Azul. Más tarde calificará su estancia en Europa de «siete años de despilfarro y de tragedia», siete años en los que hicieron todas las extravagancias posibles, como obsesionados por un deseo secreto de agotarse: «Lo único que yo buscaba era la tranquilidad más perfecta para descubrir por qué había llegado a comportarme tristemente ante la tristeza, melancólicamente ante la melancolía, trágicamente ante la tragedia, por qué me identificaba con los objetos de mi horror y de mi compasión». Un Kierkegaard, un Dostoyevski, un Nietzsche dominan sus propias experiencias y sus vértigos, pues son superiores a lo que les «sucede». The Crack-up es la «temporada en el infierno» de un novelista.
La divisa de Valéry, «el rechazo indefinido de ser cualquier cosa…», Mircea Vulcanescu no hubiera podido hacerla suya; él hubiera preferido más bien: «La aceptación indefinida de ser cualquier cosa, de serlo todo», la aceptación o si se quiere la alegría. Él, tan abierto, tan dispuesto a comprenderlo todo, no estaba sin embargo predestinado por naturaleza a concebir el infierno, y menos aún a descender a él.
El materialismo es en sí mismo una filosofía simplista. Decepcionante por lo que afirma, es no obstante eficaz por lo que niega, dado que toda negación es un camino hacia la liberación. Durante toda mi vida he sido víctima del hastío, un desgarramiento, como una fulgurante exclusión del paraíso. Con razón o sin ella, imagino que Leopardi debió de afrontar el mismo género de sensaciones y de padecimientos. Los seres menos insoportables que existen son los que odian a los hombres. Jamás hay que huir de un misántropo. Acabo de recibir de un amigo de juventud, indiscutiblemente genial, una carta en la que me dice, a guisa de balance, que su existencia ha estado marcada por la «ausencia de realización». Todos somos más o menos unos fracasados. No todo el mundo tiene la suerte de quedarse por debajo de sus posibilidades.
Cuando le decía a Eliade que yo casi nunca trabajaba, no quería ni podía comprenderme. Las relaciones con aquel ser extraordinariamente desgarrado no eran sencillas.
Celan se aferraba a los prejuicios que tenía contra algunas personas y persistía en su desconfianza tanto más cuanto que tenía un miedo enfermizo a ser herido, y que todo le hería. La mínima indelicadeza, incluso involuntaria, le afectaba irremediablemente. No diré que veía en cada ser a un enemigo potencial, pero lo que es cierto es que vivía en el terror de ser decepcionado. Su incapacidad para ser indiferente o cínico convirtió su vida en una pesadilla.
Sólo puedo escribir cuando, habiéndome repentinamente abandonado el sentido del ridículo, me considero el comienzo y el fin de todo.