Por una Matemática humilde


Una lámpara se inclina. Parece dudar entre iluminar o rendirse. La matemática se sienta en una mesa apartada, con su cuaderno de axiomas desplegado como un mapa de certezas. A partir de ahí, crea su película. La matematización de la realidad crea la ilusión de comprenderlo todo por ser un conocimiento universal que no necesita traducciones, pero también es abstracto, así que al final las matemáticas terminan hablando sobre sí mismas. Desde luego, no es como las demás ciencias. Las empíricas, esas vecinas ruidosas, prepotentes, llegan con maletas llenas de observaciones desordenadas, probabilidades que se tambalean y datos que murmuran hipótesis. ¡Somos la ciencia!, claman, mientras todos las reverencian. Ella, en cambio, traza líneas precisas, deducciones que no admiten titubeos, como si cada teorema fuera una frase dicha en voz baja, siempre irrevocable. Ofrece a las demás ciencias, que siempre la miran con envidia o recelo, sus herramientas relucientes. Pero los modelos solo son esqueletos de la realidad, mapas imprecisos que la gente confunde con un territorio todavía inexplorado. La matemática opera en el reino de la abstracción, destilando fenómenos complejos en modelos, ecuaciones y estructuras lógicas. Esta capacidad de simplificación es su mayor fortaleza, pues permite predecir el movimiento de los cuerpos celestes, optimizar sistemas económicos o diseñar tecnologías revolucionarias. Sin embargo, esa misma abstracción es también su talón de Aquiles. Los modelos matemáticos, por definición, son simplificaciones que eliminan variables para hacer los problemas manejables. En la realidad, estas variables descartadas, como las emociones humanas, las interacciones impredecibles o los eventos caóticos, pueden ser cruciales. Aunque los modelos matemáticos han mejorado enormemente las predicciones del clima, la atmósfera es un sistema caótico donde pequeñas variaciones iniciales pueden generar resultados drásticamente diferentes. Las ecuaciones que describen el clima son aproximaciones, y la realidad, con su infinidad de factores interconectados, escapa a una representación completa. En campos como la biología, la economía o la sociología, los sistemas complejos desafían la capacidad de la matemática para ofrecer descripciones exhaustivas. Las estadísticas intentan domar el caos, sin advertir que podrían ser generalizaciones apresuradas alejadas de la sutileza y precisión que la ciencia suele exhibir orgullosa. 

La matemática requiere datos precisos para operar, pero la realidad a menudo es esquiva en este sentido. Medir fenómenos del mundo real implica incertidumbre. Los instrumentos tienen márgenes de error, y los sistemas dinámicos cambian constantemente. En física cuántica, el principio de incertidumbre de Heisenberg establece que no podemos conocer simultáneamente la posición y el momento de una partícula con precisión absoluta. Esta limitación no es tecnológica, sino fundamental, lo que implica que la realidad, a nivel subatómico, desafía una descripción matemática determinista.

Gödel ya nos advirtió de que la matemática debería se más humilde por su dependencia de sistemas formales. En sus célebres teoremas de incompletitud, demostró que en cualquier sistema matemático lo suficientemente complejo para describir la aritmética, existen afirmaciones verdaderas que no pueden probarse dentro del propio sistema. Este descubrimiento no solo sacude los cimientos de la matemática pura, sino que también tiene implicaciones filosóficas profundas. 

Esta incompletitud se manifiesta también en la dificultad de formalizar ciertos aspectos de la realidad. Por ejemplo, la conciencia humana, con su riqueza de experiencias subjetivas, resiste los intentos de ser reducida a ecuaciones. La matemática puede describir correlaciones, pero no la esencia de lo subjetivo. Kant ya advirtió que las geometrías dibujan el espacio con la colaboración imaginativa de las formas de la mente que las percibe. En última instancia, la matemática es una creación humana, un lenguaje diseñado para ordenar nuestra percepción del mundo. Pero la realidad, en su vastedad y caos, siempre excede los límites de cualquier lenguaje. Como señaló Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. La matemática expande esos límites, pero no los elimina. Hay aspectos de la existencia como el misterio de la muerte, el sentido de la vida, que permanecerán siempre más allá de sus ecuaciones.

Incluso en contextos más cotidianos, la medición introduce distorsiones. En economía, indicadores como el PIB simplifican la actividad económica. Estos modelos, aunque útiles, sacrifican profundidad por claridad, y las decisiones basadas en ellos pueden pasar por alto aspectos clave. 

La limitación más evidente de la matemática surge al intentar aplicarla a la experiencia humana. Las emociones, la moral, el arte o la espiritualidad no se prestan fácilmente a la cuantificación. ¿Cómo se mide el valor de una obra de arte o la intensidad de un duelo? Aunque disciplinas como la psicología o la sociología emplean herramientas estadísticas, estas solo capturan patrones generales, no la singularidad de cada individuo. La matemática puede informar, pero no reemplazar, la comprensión cualitativa de lo humano. Además, la aplicación de la matemática a problemas sociales a menudo ignora el contexto cultural e histórico. Por ejemplo, los algoritmos de inteligencia artificial, basados en modelos matemáticos, pueden perpetuar sesgos si los datos con los que se entrenan reflejan sesgos preexistentes. Aquí, la matemática no solo es limitada, sino que puede convertirse en un amplificador de errores. 

En el fondo, la matemática sabe que su rigor no la salva del todo: la incertidumbre, esa sombra que acecha a las ciencias inductivas, también la roza a veces, como un viento que atraviesa las rendijas de su lógica impecable que se agrieta por culpa de unos cimientos quizá no tan firmes como aparentan. 

La matemática, ese lenguaje universal que ha permitido a la humanidad desentrañar los misterios del cosmos, desde las órbitas de los planetas hasta las complejidades de la inteligencia artificial, es a menudo celebrada como la herramienta definitiva para describir la realidad. Sin embargo, a pesar de su precisión y elegancia, la matemática tiene limitaciones intrínsecas que la hacen insuficiente para capturar la totalidad de la experiencia humana y los matices del mundo real. Esto no significa que la matemática sea irrelevante, pero reconocer sus limitaciones nos invita a complementarla con otras formas de conocimiento: la intuición, la narrativa, el arte, la filosofía. La realidad, en su complejidad inabarcable, nos desafía a no conformarnos con una sola lente, por más poderosa que sea. Como un foco en la noche, ilumina algunos territorios de la realidad, pero deja en penumbra aquellos rincones donde la lógica cede paso al misterio. En esa tensión entre lo que puede calcularse y lo que solo puede sentirse, radica la belleza y la tragedia de nuestra búsqueda. 

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