Un consejero paradójico
Somos tan misteriosos que llega el momento en que hasta eso que nos disgusta llega a entretenernos y divertirnos. Sin quitar su carácter doloroso y frustrante, esa molesta película interior también puede considerarse divertida bajo cierto punto de vista. Resulta divertido comprobar cómo luchamos por convertirnos en nosotros mismos.
Verse de verdad a uno mismo es realmente fascinante y divertido. Al fin y al cabo por eso vamos al cine o leemos novelas: para que nos cuenten cómo somos, para identificarnos con el protagonista. O eres consciente de tus enfados, de tus nervios, de tus preocupaciones…, o los nervios, la preocupación o el enfado te dominarán. Y la realidad no sería respetada si, en último término, no se considerara misteriosa. La meditación ayuda a comprender que todo es un misterio y que, por ello, todo es susceptible de originar una actitud genuinamente religiosa. Para el hombre que medita —hoy lo veo así—, no hay distinción entre sagrado y profano. Aunque uno esté a solas y en silencio ante el misterio, es bueno saber que a tu lado hay otros —también silenciosos y solitarios— ante el mismo misterio.
Como muchos de mis contemporáneos, estaba convencido de que cuantas más experiencias tuviera y cuanto más intensas y fulgurantes fueran, más pronto y mejor llegaría a ser una persona en plenitud. Hoy sé que no es así: la cantidad de experiencias y su intensidad solo sirve para aturdirnos. Durante la meditación puedo inclinarme reverentemente ante el banquito o el cojín, pero en mi vida ordinaria no es raro que lo haga ante mi prestigio profesional, que cuido como la más delicada de las plantas; o ante la cuenta bancaria, cuyos movimientos controlo con reveladora frecuencia; o ante el bienestar característico de una vida acomodada, por el que no reparo en gastos. Entusiasmado con mis postraciones rituales e ignorante de cómo las postraciones existenciales son las que de verdad cuentan, en la meditación he descubierto lo limitada y burda que resulta esta forma de conducirse.
Para alcanzar estos vislumbres de lo real, no merece la pena esforzarse; más que ayudar a encontrar lo que se busca, el esfuerzo tiende a dificultarlo. No conviene resistirse, sino entregarse. No empeñarse, sino vivir en el abandono. Tanto el arte como la meditación nacen siempre de la entrega; nunca del esfuerzo. Y lo mismo sucede con el amor. El esfuerzo pone en funcionamiento la voluntad y la razón; la entrega, en cambio, la libertad y la intuición. Claro que bien podríamos preguntarnos cómo puede uno entregarse sin esfuerzo. Los chinos tienen un concepto para eso: wu wei, hacer no haciendo.
[Extracto del libro]
[Extracto del libro]