Apofático, voy deslizándome hacia la apatheia como un hesicasta, pero solo encuentro el tedio. No 'un tedio', no, eso sería al menos curioso; me encuentro con el tedio, el mismo de siempre. Presa de este estado de ánimo tan excitable, atisbo un quiosco en la lejanía y me apresuro hacia él. Compro un ejemplar especial de una revista de historia dedicado a los grandes imperios. Hace calor al sol. Al fondo veo un parque. Todos los bancos están al sol. No hay nadie. Por fin encuentro uno a la sombra. Me siento, abro la revista y hojeo las fotos y los mapas, no me apetece leer. Se me sube una hormiga por la pierna y me hace cosquillas. La envío al ostracismo con el dedo índice. La hormiga sale corriendo, despavorida, pero le dura poco ese estado neurótico; enseguida se tranquiliza y vuelve a su tarea deambulatoria. Veo un mosquito. Espero que no se atreva a picarme. Cojo mi mochila y saco
El mundo como voluntad y representación y una botella de agua. Observo a Schopenhauer mientras bebo agua. Últimamente no puedo salir a la calle sin la compañía de ese libro. Pienso en San Antonio, el famoso eremita del desierto, el padre de la vida monástica. El arrobamiento místico es algo poco frecuente. Cojo el móvil y enchufo los auriculares. Conecto Spotify y selecciono a Tomas Luis de Victoria, me apetece obtener una sensación piadosa ante la belleza de esta música sagrada. Extasiado, miro hacia el cielo, pero solo veo una nube de mosquitos ateos que me amenaza.