El árbol de Slawomir Mrozek

Recuerdo que me contó que le dieron a elegir entre té o café. Él se lo tomó como una muestra de tacañería, pues por qué no podía elegir las dos cosas y así no menospreciar los derechos del café o del té. Como era muy educado, al final eligió mitad y mitad y una cerveza, no sin antes haber intuido la superioridad del idealismo sobre el materialismo. 

Me contó también lo de aquel prisionero que siempre pasaba inadvertido a todo el mundo. Un día se escapó de la cárcel y nadie le persiguió. ¿Para qué huir si nadie te persigue?, le decían. Y él contestaba: Yo tengo mi dignidad, no pienso pedirle a nadie que me haga caso. ¡Me marcharé a mi soledad existencial!

Luego me habló del prójimo universal, alguien que enviaba mensajes en una botella que empezaban así: 

Querido, aunque desconocido, destinatario. O más bien: querido por desconocido. Al no conocerte, no conozco tus defectos, las repugnantes características de tu cuerpo y de tu carácter, lo cual me permite dirigirme a ti con una simpatía incondicional... 

Eso me hace recordar que después de mi divorcio de mi quinta esposa sufrí una terrible depresión. Se me ocurrió, entonces, realizar un crucero por aguas de Madagascar en un lujoso buque de color azulado. La primera noche cené junto a una señorita que no hablaba. Aburrido, me fui a la mesa del capitán a beber su buen vino y ella se marchó visiblemente enfadada. A la mañana siguiente, en cubierta y bajo un sol templado, mientras yo leía tranquilamente En la cima de la desesperación, de Cioran, la muchacha se sentó a mi lado y abrió un libro de un autor desconocido titulado La felicidad extrema. Sin decirnos nada, simplemente con un cruce de miradas, nos intercambiamos los libros y cada uno se marchó a su camarote. Durante el resto del crucero hicimos todo lo posible por no volver a encontrarnos.

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