Dichos de Luder




Paseo por este jardín y contemplo las estatuas, rostros indecisos y callados, pero que me hablan. Los contemplativos proyectamos. Quizás no nos guste ejecutar, es demasiado concreto, ordinario y repetitivo. Nosotros rumiamos las palabras ajenas y propias que tratan sobre universales. El estar nos parece decadente, cosa que no le ocurre al ejecutivo, que se desenvuelve perfectamente entre problemas de obscena concreción. En mi lento deambular me encuentro con Luder, un amigo peruano que conocí hace poco, mientras hojeaba libros en la librería del Freewill. Pasa la mayor parte del tiempo leyendo, escribiendo o escuchando música. Recibe a muy poca gente porque: La libertad, por desgracia, no se puede compartir. Toda compañía, por agradable que sea, implica una cesión. Sólo pueden ser libres los solitarios. Al menos en mi caso, le contesto, la soledad siempre viene acompañada de melancolía, convirtiendo esa libertad en una angustia paralizante. Seguimos hablando y caminando mientras oscurece y el viento va refrescando el lento atardecer. Hay un dios, me dice, pero precisamente porque es dios no tiene que hacerse visible ni dar pruebas de su existencia. En eso reside la esencia de su ser y el secreto de su poder. Probar su existencia sería rebajarlo a una esencia accesible al positivista lo que no demostraría absolutamente nada. Prefiero creer que la verdad, la moral, la belleza y la esperanza es el lugar donde está Dios, o al menos, donde debería estar. Sí, es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas. ¡Menos mal! Es curioso, digo pensando en Leibniz, imagina que la certeza o la verdad fuera un producto del demonio. Al final, los escépticos -en el fondo cínicos- somos salvados por una esperanza disfrazada de enorme interrogante.

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