Me




Me quedo solo, envuelto en una fuente de inagotable embriaguez, zarandeado por sus impulsos melancólicos de tonos grises, y que sabe muy bien ennoblecer lo mediocre, como cuando la niebla envuelve lo cotidiano y lo engalana de misterioso encanto; así es la soledad: una atracción melancólica. Fausto y Gilgamesh han desaparecido en la noche; yo me pregunto si estoy en un sueño o en la vigilia. El puchero sigue borboteando. Me acerco e intento oler el potaje: aromas a hierbas, como manzanilla, menta o albahaca. Me froto las manos y las acerco a la lumbre para calentarlas. Me siento y espero. Espero como un especialista en la espera, hasta que me alcance esa energía, ahora ausente, que me dará la fuerza para ponerme en marcha. Es inútil empeñarse en hacer algo sin esa sensación. Durante unos minutos nada se oye, salvo el tenue ulular del viento, el borboteo de la olla y el relajante crepitar de la lumbre. Me duermo. Sueño que me levanto para ir al trabajo; me ducho, me afeito, me peino; las preocupaciones revolotean por mi cabeza; me percato de las desagradables tareas que me esperan: mi jefe, el cliente estúpido; desayuno y salgo de casa; cojo el coche, el atasco. Alguien ríe y dice: ¡Cuán poca cosa divierte a esos tontos! Esas lejanas voces me despiertan de mi pesadilla. A mi alrededor todo sigue igual, salvo las risas y el comentario acertado. Es propio de los que cultivan placeres elevados indignarse ante los placeres brutos de los que ¡qué bien encajan con el mundo!  La eterna duda es si lo elevado no será simplemente una pose vanagloriosa y ridícula.


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