Laberinto




Permanezco cómodamente sentado en el arenoso suelo. Pienso que lo verdaderamente misterioso es contemplar una realidad que no tenga signos misteriosos. La visión orgullosa del sentido común cotidiano es un sentimiento bastante más enigmático que el propio extrañamiento. Pensar que cada laberinto guarda un orden oculto, un centro y una salida es creer demasiado en la utilidad de ese hilo de Ariadna. Procuro interpretar la presunta realidad como buenamente puedo, tal y como hizo Horapolo en su Hieroglyphica, intentando descifrar los jeroglíficos egipcios, cuando ya nadie conocía esa lengua, atendiendo a su posible contenido simbólico; aún faltaban muchos siglos para el descubrimiento de aquel hilo que sería la piedra Rosetta. Me encuentro en la entrada de una cueva, sentado y esperando no sé qué. Espectros desconocidos deambulan, me preguntan y se ausentan. Me vienen a la cabeza los extraordinarios timbales de Laberinto, de Xavier Monsalvatge que, acompañados del yunque, del clarinete bajo y del fagot, armonizan generando una atmósfera indecisa que me acompaña en esta lenta escena. Es ese lúcido instante el que me obliga a levantarme decidido a investigar la cueva. Ni soy Teseo ni quiero serlo. No tengo hilo y no sé si un bravo Minotauro me espera en algún lugar. Pero quiero profundizar en lo enigmático de la cueva y contemplarlo; no aspiro a desvelarlo porque no puedo ni quiero caricaturizar nada. La ignorancia se perpetuará, y conviviré como siempre con las dudas agradecido a esa fuerza desconocida que me ha permitido intuir en la lejanía algo de belleza y de esperanza. La cueva no es muy grande, es lo que ves, me dice un espectro.

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