Cuatro instantes
Paseo tranquilo por la librería ojeando los estantes repletos de libros. Mi mano choca con el brazo de un hombrecillo bajo y regordete: los dos vamos a coger una edición cárdena de la Odisea. Me disculpo, pero él no lo hace. Sin embargo, sin mirarme y mientras hojea la bonita edición, me dice: "Muchos no saben adónde se dirigen; y los que sí lo saben dejan de saberlo cuando por fin llegan; una victoria demasiado costosa, pues pudieron haberse ahorrado la caminata". Le pregunto si lo dice por Ulises. Nunca supe si verdaderamente quería regresar a Ítaca, y si su viaje fue más que un caminar, un sabio deambular. Ulises quería llegar pero sabía lo que le esperaba a su regreso. Y no me refiero a la circunstancias concretas, sino al hastío que se cuece cuando el picor de la aventura se calma y la voluntad dormita. El hombrecillo se da la vuelta y no me contesta. Sonrío maliciosamente cuando pienso en un aforismo de José Narosky: "Cuanto más pequeño es el hombre, más necesita hacerse notar". Detrás de mí un joven dice que solo hay una literatura: la del yo. Entonces me da por pensar que los que estamos al borde somos, a lo sumo, diletantes, una posición enormemente cómoda y sosegada: ya se sabe que los alrededores del fracaso son lugares muy tranquilos dada la ausencia de rivalidad. Intento despedirme del hombrecillo, que se me ha vuelto a acercar, pero antes de poder hacerlo, le da tiempo a pronunciar una nueva sentencia: "Amigo, odio tanto lo concreto que me veo como el aburrido intruso de mi propia vida, en una sucesión de macguffins deleznable". Quizá por eso nunca tuve deseos autobiográficos de escribir, pienso, recordando a José Luis Alvite: "Lo mejor de mi currículum es la grapa". Cuatro instantes que me recuerdan que lo que más me interesa de la vida es lo que ignoro de ella, probable fruto de que cada descubrimiento genera más misterios que desvela. Como prueba irrefutable intento preguntarle su nombre al hombrecillo, pero lo busco y ya no lo encuentro por ningún lado.