Humo




El espectro de Fausto me lleva a la entrada de la cueva. Figuras transparentes deambulan en la penumbra, como fríos remolinos de almas intranquilas. Al fondo, observo una oscura olla ardiente de la que salen estampas vaporosas. Por un momento veo a Schopenhauer bailando con Hegel y a Aníbal conversando con Escipión. Observa esas figuras que recuerdan la historia de los ángeles caídos, me dice el espectro. Observa cómo pretenden regresar a su origen intentando hazañas redundantes. Vistos como volutas de vapor sus esfuerzos resultan ridículos. Son almas tristes y patéticas ansiosas de singularidad. No han aceptado su caída. Ni tan siquiera se preguntan si verdaderamente cayeron. Mantienen una funesta fe en su salvación a través del esfuerzo, el poder y la gloria. Cada uno a su manera lucha, como los animales salvajes enjaulados, por procurarse una ansiada liberación. Pero ¿de verdad están encerrados? ¿Tú qué crees, alma ingenua? Los alquimistas, respondo, quisieron transformar la materia, sacar oro del plomo, obsesionados siempre en su tarea y viviendo vidas solitarias. Buscando la unidad en lo diverso querían perfeccionar la materia como primer paso para llegar a la divinidad. Del mismo Cristo cuentan que bajó como alquimista de almas intentando transformar el rastrero espíritu humano en un ángel amoroso. Todos fracasaron. ¿No es esta la auténtica lección que todos ellos nos dejaron?

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