Confesión y bofetada
—Eres un fantástico hipócrita, dijo el demonio. Pecas de soberbia. Las apariencias te engañaron. ¡Claro que te engañaron! La prueba evidente es tu falta de sentido del humor. Tu lucidez no te hizo apreciar el mundo tal como es. Pero tú creíste que sí. Echabas en falta un orden armónico, divino, edénico y, por ese mismo sentimiento, solo apreciabas caos a tu alrededor. ¿Cómo puede notar una disonancia quien no ha disfrutado de una bella armonía? Es falso que tu vida haya sido un continuo padecimiento. Siempre estuviste rodeado de arte y de poesía que te acompañaron más que cualquier discípulo a los que despreciabas. Pudiste permanecer callado. Sin embargo hablaste con un altavoz, publicando y publicando, muestra atroz de un pertinaz orgullo. Intentabas provocar, venderte, manoseando la idea del suicidio, pero siempre volvías a acurrucarte a la lumbre de tu cuarto humilde lleno de espíritus de letra impresa. Perezoso, nunca trabajaste duramente, tu austeridad no fue elegida sino fruto de un horror al trabajo. Hablas de la nada como si fuese un lecho de blancas sábanas que flotara sobre una nube. Querías renombre y memoria, que tu existir perdurase en la memoria de los inferiores, que te consideraran un sabio, un santo. ¿Por qué querías despertar la consciencia a la podredumbre? ¿Por qué no te esforzaste en enseñar a apreciar lo verdadero, bueno y bello? Olvidaste la luz y el consuelo. Sus destellos te dejaron ciego. Si es verdad que gobierna el maligno, tú fuiste uno de sus demiurgos. Tengo, por tanto, que darte la enhorabuena, has pasado casi todas las pruebas. Solo te queda la última: reconocer que eres uno de los nuestros. Cuando lo hagas, te daremos la bienvenida a este tu verdadero hogar.