Cioran y las aciagas compañías




Los monjes budistas frecuentaban gustosamente los osarios: ¿dónde estrujar el deseo con mayor seguridad y emanciparse de él?, escribió Cioran en El aciago demiurgo. A mí me ocurre lo mismo cuando estoy en un centro comercial. Bendito tiempo aquel en el que los solitarios podían sondear sus abismos sin parecer obsesos o trastornados. La palabra «profundidad» no tiene sentido más que aplicada a las épocas en que el monje era considerado como el ejemplar humano más noble. Los monasterios, si permanecen, que lo dudo, serán los únicos sitios donde se pueda abandonar este mundo de manera profesional, y así lograr grandes momentos de soledad. Cuando el sentimiento de irrealidad vence a la melancolía o a la culpa, y la realidad áspera se deshace en jirones de niebla que enmascaran la luz, difuminando así las aristas. Situar a alguien es determinar con injusticia latente su grado de despertar, valorar los progresos y regresos que ha realizado en la percepción de lo ilusorio. Ninguna comunión es posible a medida que se ensancha el intervalo que nos separa: vemos disminuir los temas de conversación y, claro, el número de nuestros semejantes.


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