Hoy siento la necesidad de hablar de mí, pero no sé de cual. Me conformaré con ser fiel a mi propia máscara y a seguir desconfiando de mí mismo. También de los demás: tú, por ejemplo, eres un hombre, noto tu disfraz. Si hubieras sido un demonio, hubieras pasado inadvertido. Aunque nadie sabe tanto para serlo, hay personas que solo saben
conjugar el futuro imperfecto. A mí me gusta el pesimismo. Cuando alguien intenta ocultar su cinismo connatural se transforma en cursi, y eso es ya para mí insoportable. El optimismo es una falta de respeto. Su pose es prepotente e irrespetuosa al no tener en cuenta el sufrimiento de los demás. Olvida que hay que acompañar en el sentimiento y ser compasivo. Además, el pesimismo es bueno para la salud: piensas tanto en el fracaso que, cuando llega, te encuentras tan cómodo en él como en casa. Los optimistas, a su modo, creen estar tan cerca de una felicidad siempre huidiza, que acaban agotados y frustrados. En lo único en que soy optimista es en mi aprehensión del misterio. Me diferencio de los nihilistas en que donde yo veo misterio ellos ven lo absurdo. Si no hubiera más dios que la esperanza, ya valdría la pena haber confiado en ese
bloque intacto, que diría el taoísta, en la potencialidad pura del límite. Aunque la costumbre tenga la manía de convertir el misterio en trivialidad, sigo intentando no dejarme gobernar por esa dictadura de
lo real en su faceta más pobre y superficial. Confieso que pocas veces lo consigo.