El encuentro con nadie




¡Conóceme a mí mismo!, mugió el Minotauro, con aire seductor a pesar de su aspecto bravío y bragado. ¡Intérnate en mi morada! 
Las preguntas unen; las respuestas separan. Aquéllas son sinceras; éstas, impostadas. Algunos tratan de cambiar los signos de interrogación por otros de admiración y solo obtienen una condena. No hay testigos presenciales. Si se les interroga, sólo se escuchan balbuceos. Y quien muestra seguridad, miente. Los más sabios optan por el silencio. Para qué mentir, para qué balbucear. La onírica conexión con lo absoluto parte de un estado relativo, fantasmal y transparente, de máxima desconfianza. Y debajo de todo ello un rescoldo caliente apenas logra traspasar el muro de frías cenizas. Mientras, los poetas siguen mintiendo. Los místicos, exagerando, divinizando su solitario estar. Hay débiles que creen que la verdad es horrorosa. Otros creen en verdades vacías o en la ausencia de verdad, ¡mientras siguen caminando más 'acá' del bien y del mal, valorando, saboreando y sufriendo! Los más débiles confían en las lámparas ajenas, capaces de apreciar presencias donde solo hay huecos y lejanías tumultuosas. El asceta, olisqueador de nutritivas ambrosías celestiales y, por ello extremadamente flaco, no come, pero, orgulloso, quiere seguir ascendiendo ajeno a deseos vulgares y corrompidos, recibiendo soledades demasiado terrenales. A pocos, con arraigada resignación, les basta con la idea de límite, que atisbe lo exteriores del laberinto,  un lugar donde 'estar' sería idéntico a 'ser'. ¡Vamos! Te espera un lugar donde el temor proviene del encuentro con nadie.




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