Una idea fija se había apoderado íntegramente de mí: Yo debía haber cometido sin darme cuenta algún repugnante delito y nadie quería ya tener trato conmigo. Pero por más que pensaba no podía imaginarme cuál era ese delito. En ese entonces yo llevaba una vida perfectamente virtuosa. No jugaba, no tenía casi relaciones con mujeres, no pedía dinero a nadie. Mis únicos vicios eran el amor desmedido al café y a la filosofía india; algo debía haber ocurrido para que todos me huyeran, fingieran no conocerme o ni siquiera se atrevieran a escribirme. Esta sensación de un círculo de soledad que querían crear a mi alrededor me hizo estremecer. Estaba a punto de ser expulsado de la sociedad de los vivos. Querían abolirme con el silencio; hacer de mí, socialmente, un ser inexistente, un muerto. Alguien me aconsejó que durmiera. Subí a mi pequeño cuarto y me desvestí sin darme cuenta. No logré, naturalmente, dormir. Mi situación era tan horrible que aún no podía acostumbrarme a considerarla real. Sentirse completamente solo en el mundo, abandonado de pronto por todos. Yo no existía más para los hombres. Estaba solo y maldito, solo en medio de una gran ciudad, solo en medio de una multitud. Yo no existía más en los otros, sino sólo en mí. Separado de ellos, me enfrenté conmigo mismo y quise olvidar todo lo que la costumbre y la opinión ajena habían hecho de mi alma. Había vivido hasta entonces de una cierta manera porque los otros me habían guiado o aconsejado, porque se habían formado ciertas ideas sobre mí que me desagradaba desmentir, porque me había encontrado en medio de hombres de quienes, sin darme cuenta, había imitado sus gustos y adoptado sus valores. Ahora ellos renegaban de mí y afirmaban no conocerme, mientras yo renegaba de lo que había en mí de ellos y no quería reconocer como mío lo que ellos me habían impuesto. Y sin miedo, me preguntaba a mí mismo: ¿Quién eres? Todas las otras voces se habían callado. Solamente mi pregunta me llenaba el alma. Y durante muchos días viví como en un sueño buscando fatigosamente el hallazgo de una respuesta segura. Afuera encontré otra gente que me saludaba como antes y me hablaba con su habitual cordialidad. Había reingresado en el mundo. Los hombres me aceptaban una vez más y sin embargo yo sentía una curiosa fatiga de su compañía, tenía como la sensación de haber regresado de algún país lejano y de haber perdido el gusto de todo lo que veía. Pronto me cansé de su compañía y los abandoné. Alguna vez pienso que en el tiempo debe haber desgarrones y que solamente yo he vivido en esos días, como en un intervalo, sin que los otros lo advirtieran. Esa zona de misterio, esa interrupción negra que hay en mi vida tan común me ha perturbado siempre y me perturba todavía más escribiendo este relato. Incluso en este momento, media hora después de la medianoche, mientras escribo en mi cuarto en un silencio lleno de hálitos y de latidos levísimos me parece estar solo, irremediablemente solo entre los hombres, en medio del mundo: un alma única en el centro del universo. En efecto…
Extracto libre de "¿Quién eres?", relato de Papini.