Sale el espectro




Me había pasado los once últimos años solo en una casita junto a una carretera de tierra en pleno campo, y había tomado la decisión de vivir aislado. Pueden pasar dos o tres días sin hablar más que con la mujer que viene a hacer la limpieza todas las semanas y con su marido, que se encarga del mantenimiento de la casa. No asisto a cenas, no voy al cine, no veo la televisión, no tengo teléfono móvil ni vídeo ni reproductor de compactos ni ordenador. Sigo viviendo en la Era de la Máquina de Escribir y no tengo ni idea de lo que es la World Wide Web. Ya no me molesto en votar. Me paso escribiendo la mayor parte del día y a menudo hasta bien entrada la noche. Leo, sobre todo los libros que descubrí cuando era estudiante, las obras maestras de la literatura que siguen ejerciendo sobre mí un poder no menor. Escucho música, paseo por los bosques, cuando el tiempo es cálido nado en mi estanque, cuya temperatura, incluso en verano, apenas supera los veinte grados. Un par de veces a la semana bajo de la montaña y voy a Athena, a unos doce kilómetros de distancia, para comprar provisiones, ir a la lavandería, en ocasiones comer o comprarme unos calcetines o elegir una botella de vino o utilizar la biblioteca. Tanglewood no está lejos, y a lo largo del verano voy allí unas diez veces para escuchar conciertos. No doy lecturas ni conferencias ni enseño en una universidad ni aparezco en la televisión. Cuando se publican mis libros, mantengo una absoluta reserva. Escribo todos los días de la semana, y por lo demás guardo silencio. Me tienta la idea de no publicar nada. Te marchas mientras otros, lo cual no tiene nada de asombroso, se quedan atrás para seguir haciendo lo que siempre han hecho, y, cuando regresas, te sientes sorprendido y emocionado por un momento al ver que siguen ahí y, también, tranquilizado, porque hay alguien que se pasa toda la vida en el mismo pequeño lugar y no siente ningún deseo de irse. Al vivir sin compañía, me había habituado a leer mientras comía, pero en aquella ocasión dejé la revista sobre la mesa y me puse a mirar a quienes cenaban. No sin cierta dificultad, como he dicho, había conquistado el estilo de vida solitario; conocía sus exigencias y satisfacciones, y con el tiempo había adaptado el espectro de mis necesidades a sus limitaciones, abandonando hacía mucho la excitación, la intimidad, la aventura y los antagonismos en favor del contacto sereno, constante y predecible con la naturaleza, la lectura y mi trabajo. Dejé atrás las multitudes del Lincoln Center con las que no quería mezclarme, los multicines cuyas películas no tenía ningún deseo de ver, las tiendas de artículos de piel y las de alimentos para gourmets cuyos productos no me apetecía comprar. Vives sin aquello que te falta. Los días jactanciosos de la reafirmación personal se han terminado. Pensar otra cosa es ridículo. No tenía ninguna necesidad de saber más sobre mí mismo. El hábito de la soledad, de la soledad sin angustia, había arraigado en mí, y con él los placeres de no tener que responder de nada y de ser libre… paradójicamente, libre sobre todo de uno mismo. Durante días enteros en los que no hacía nada más que trabajar, me sentía dulcemente arropado por una esplendorosa satisfacción. La sensación de estar solo, esa soledad que conduce al desvarío, era esporádica y susceptible de ser sobrellevada mediante alguna estrategia: si me acometía durante la jornada, me levantaba del escritorio y salía a dar un paseo de unos ocho kilómetros por el bosque o a lo largo del río, y cuando se insinuaba de noche, dejaba a un lado el libro que estuviera leyendo y escuchaba alguna música que requiriese toda mi atención; algo, por ejemplo, como un cuarteto de Bartók. De esta manera restauraba mi estabilidad y hacía soportable la soledad. En general, no tener ninguna necesidad de representar un papel era preferible a la fricción, la agitación. Encontré en mi soledad una especie de libertad que era casi siempre de mi agrado. Me desprendí de la tiranía de mi intensidad emocional… o, tal vez, al vivir aislado durante más de una década, tan solo me deleité en su aspecto más austero y riguroso. Así empecé por aniquilar el pertinaz deseo de «averiguar». Cancelé mis suscripciones a revistas, dejé de leer el Times, incluso dejé de comprar el ocasional ejemplar del Boston Globe cuando iba a la tienda del pueblo que vendía de todo. La única publicación que leía con regularidad era el Berkshire Eagle, un semanario local. La televisión solo me servía para ver el baloncesto, la radio para escuchar música, y eso era todo. Prefería la vida contemplativa a cualquier otra. Tenía unos ingresos modestos que bastaban. Orden. Seguridad. Estabilidad. ¿Qué más necesitaba? Por qué otro motivo había vivido al margen de la gente durante once años si no era para no decir una sola palabra más de las que había en mis libros? ¿Por qué otro motivo había dejado de leer los periódicos, escuchar las noticias y ver la televisión si no era para no oír nada más de lo que no podía soportar y era incapaz de alterar? Había elegido vivir donde ya no podía verme arrastrado a las decepciones.

Extracto de Sale el espectro, de Philip Roth.

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