Nepotismo divino




Basta el sonido del órgano de una catedral, un motete de Tomás Luis de Victoria o una misa barroca para despertar a un espíritu aletargado. Si posee un grano de sabiduría, sabrá reconocer lo imposible de la tarea de entender la totalidad. Entonces, comenzará a inventar nombres y llamará a lo ignotum per ignotius, es decir, nombres divinos que engloben lo misterioso. Esto continuará con una confesión de un sentimiento de abrumadora dependencia. Por ello, triste es que haya religiones que pecan de claridad. El Antiguo y el Nuevo Testamento son monumentos a la claridad y a la incoherencia. Son tan comprensibles en su literalidad que la imagen que al final queda de ellos, entre la mediocridad de lectores, es una terrible caricatura. Su significado simbólico queda eclipsado, y era lo único que podría llegar a ser coherente siempre y cuando apuremos en esfuerzos de exégesis encomiables. Prefiero la oscuridad de los místicos, el Tao, el Nirvana, el Amor o la Voluntad, a la fraternidad demagógica, contraria a la naturaleza humana, de Cristo. La cruz me parece más suicidio que condena. Y rezar, casi siempre, una solicitud de nepotismo divino que condena al suplicante.



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