"La mayoría de los protagonistas de mis libros habitan dos mundos al mismo tiempo: uno real y otro subterráneo… Ese es Mi Tema. Pero en el llamado mundo real, las cosas son mucho más incompletas". Murakami nos transmite el sentimiento de un alma perdida inmersa en la cotidianidad. Nos tomamos olorosos cafés acompañados de nuestro dios omnisciente. Paseamos y vemos pasar trenes en soledad. Leemos las páginas de libros maravillosos y disfrutamos con las angustias y dolores punzantes que la vida va repartiendo en el protagonista. Son personajes humildes, con tendencia a la soledad, incomprendidos y, tras su aparente superficie, oscuramente profundos. El misterio de la realidad, el misterio de lo onírico se entremezclan y van formando una red magnética que nos atrae e hipnotiza. Cuando cojo un libro de Murakami enseguida comienzo a paladear la vida, a esperar el momento oportuno y a soñar. Murakami puede ser hasta metafísico, como cuando dice: “no consigo alzar un muro que separe lo objetivo de lo subjetivo”. Pienso que los personajes de los libros son seres afortunados, saben que el lector los observa. Su soledad no es real, exactamente igual que las personas religiosas, que se saben personajes observados por Dios. Recuerdo a Berkeley y su "existir es ser percibido". Leo: “Mi padre es profesor de filosofía en una universidad pública de Akita —dijo Haida—. A él también le gusta el pensamiento abstracto. Siempre escucha música clásica y anda enfrascado en la lectura de libros que nadie lee. Lo suyo no es hacer dinero, y la mayor parte de lo que gana se lo gasta en libros y discos”. La soledad deambula por todo el libro: “en aquel rincón perdido y aislado, el joven Haida se entregó a la lectura y la meditación. Lo que ocurriera en el mundo, por variopinto y llamativo que fuera, le traía sin cuidado (...) se dedicaba a bañarse en las aguas termales al aire libre, a pasear por los bosques cercanos, a devorar al calor del brasero los libros de bolsillo que se había traído (en su mayoría inocuas novelas policiacas) y, por la noche, se bebía exactamente dos cacillos de sake caliente. Nada más, y nada menos (...) Apenas bebe, no fuma y no tiene aficiones costosas. De hecho, apenas gasta dinero. Tampoco es que sea especialmente ahorrador, ni lleva una vida ascética, pero no se le ocurre en qué gastar el dinero. No necesita coche, se las apaña con poca ropa. De vez en cuando se compra algún libro o algún cedé, pero eso no supone un gran desembolso. Prefiere cocinar en casa que salir a comer, las camisas se las lava y se las plancha él mismo. Por lo general es callado, no se le da demasiado bien relacionarse con la gente, pero eso no quiere decir que viva completamente aislado. Cada día hace un esfuerzo, hasta cierto punto, para adaptarse a su entorno”. Una soledad que cuando es deseada es bellísima, pero que cuando no lo es produce punzadas en el alma en forma de hastío y cruda sensación de abandono: “Todos se acercaban a él, comprobaban lo vacío que estaba e inmediatamente después se marchaban”. Es la sospecha permanente de sentirse expulsado, como rara avis, fuera del rebaño, un locus solus, un Harry Haller, desnudo de convencionalismos y aterido por la falta de calor humano: “los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad. No existe silencio sin un grito desgarrador, no existe perdón sin que se derrame sangre, no existe aceptación sin pasar por un intenso sentimiento de pérdida. Ésos son los cimientos de la verdadera armonía”. La terrible falta de sentido de la vida fuera de las responsabilidades y placeres más inmediatos: “Tsukuru Tazaki no tiene ningún lugar concreto o especial al que ir. Ése había sido una especie de leitmotiv en su vida. No tenía un lugar adonde ir o al que regresar. Nunca lo había tenido, y ahora tampoco. Su lugar era aquel en el que se encontraba en cada momento”, como un Sísifo que se esfuerza por subir la piedra, una piedra que no lleva a ningún sitio, sino que él empuja sólo para no terminar muerto y aplastado por aquella enorme roca llamada hastío. Y, al fin, la derrota de la psicología más simplona, de aquellos que creen que es sencillo prohibirse estar tristes, con lo que consiguen todo lo contrario: creerse responsables de su tristeza. “No todo era maravilloso, por supuesto. También sentía un dolor en el pecho y una especie de ahogo. Lo embargaba el miedo y lo acechaban pensamientos sombríos que lo estremecían. Pero ese dolor se había convertido en una parte importante del afecto que sentía por Sara. No quería perder esos sentimientos que guardaba en su interior. Si los perdiese, quizá jamás volvería a encontrar su calor”.