Demasiadas compañías multiplican mi sensación de soledad. Esa es mi enfermedad. Trato de evitar aquello que me enferma en todo lo posible. Quedándome solo evito sentirme solo. La compañía de esas personas me genera una sensación de estar dilapidando el tiempo. Soy una persona serena pero, pasados ciertos límites, la ansiedad toma el control y comienzo a mostrarme antipático para evitar la presencia de aquellos que me perturban. Leo a Celine "¡No hay lirismo sin yo! ¡el yo cuesta muy caro!... ¡hay que pagar!... ¡el yo no trata con consideración al hombre al cual pertenece!... ¡los franceses son tan vanidosos, que el "yo" del otro los saca de quicio!... ¡contra las frases bien torneadas!... ¡los puntos suspensivos son el gran hallazgo, los durmientes sobre los que colocar los rieles del metro!". Intento vivir en una conciencia contemplativa, escasamente deseante, salvo en lo que a la curiosidad por lo inútil se refiere. Poco a poco mi vida se vuelve inútil, no tiene metas definidas y solo pretende engrandecerse o cultivarse a base del estiércol del arte, a poder ser religioso por su carácter religatorio. Y todo porque vivo en un oleaje de silencios; solo la intuición y la fe en su tenue voz permite empeñarse en seguir el rumbo. Yo he optado por el menos costoso; de nada me vale remontar aquella gran ola si ya sé lo que voy a encontrar detrás. Su contemplación con el corazón exhausto no resultaría, además, sugerente. Toda vida es la historia de un fracaso, pero no porque no se alcancen las metas que se marcaron, sino por la falta de fundamento, contundencia y sentido de ellas mismas. Al final, la vida se recuerda como un viaje a ninguna parte. Es entonces cuando el alma ya está preparada para el gran viaje, en el que nos abandonaremos en la cálida aceptación y en la confortable resignación, pues nuestro ego, esa conciencia paradójica de libre albedrío, ya nada tiene que decir. La no resistencia de la inconsciencia pura. Quizás sea esa la verdadera Meta. Prefiero la compañía de los muertos, tienen palabras que me reconfortan. Releo La Consolación de la Filosofía, de Boecio, la historia de un gran fracaso: Nació en Roma, en el 470. Hombre respetado, su fortuna sufrió una vertiginosa caída que terminó con su muerte a los cincuenta años, apaleado en la cárcel de Pavía. Mientras esperaba su muerte escribió este magnífico libro. Privado de todos los bienes encuentra en la filosofía una forma de anularlos para disminuir con la razón esa dañina nostalgia. Encuentra en Dios, el auténtico Bien, consuelo que le anima en su triste miseria. Los estoicos, Platón y San Agustín, le ayudarán a soportar su destino. Un Dios personal, que le escucha, le observa y le comprende. La Filosofía le dice a Boecio "correré un poco de tus ojos la nube cegadora de las cosas mundanas que nos acompañan (...) al resguardo de la chusma furiosa viendo cómo lucha encarnizada por las cosas despreciables. (...) Epicuro dijo "sí Dios existe, ¿de dónde viene el mal? Pero de dónde viene el bien, sí Dios no existe?". Y es que el hombre se alimenta de cosas efímeras mientras está instalado en la normalidad; en ese estado está ciego para las tonterías metafísicas. Pero en su subconsciente siempre perdura el deseo edénico y, por comparación, todo sabe a nada. "Cuanto más feliz es el hombre, más ávido de felicidad es (...) y se abate ante el mínimo revés". La confianza en la intuición nos guía, "vosotros soñáis con vuestro origen (...) a pesar de tener de él una vaga imagen. Tenéis una cierta idea, aunque no clara, sí real, del objeto verdadero de vuestra felicidad. Sin duda por eso os guía un natural sentido". Escéptico con la vanagloria, el poder, los honores, los cargos, "esos caminos de la felicidad son muy tortuosos e incapaces de llevar a nadie donde prometen (...) todos los hombres, ciegos como están, se empeñan en ignorar donde se oculta el bien que buscan". Anticipándose a Leibniz, piensa que el Mal no existe. El mal sería solo una percepción errónea, ignorante, parcial, como esa presunta lucidez que nos muestra una realidad cristalina pero falsa, ajena a su verdadera esencia, "vosotros, los hombres, no solo no estáis en disposición de contemplar este plan divino, sino que además veis todas las cosas confusas y alteradas". Y una especie de voluntad schopenhaueriana, aquella que configura nuestro estar, nuestro querer, "este es el amor verdadero, común a todos los seres. Todos ansían unirse a Él , sumo bien y fin universal (...) conducidos por el amor, hacia la causa que les dio el ser". Mantengo el rumbo, pues, aunque sé que sólo hay un viaje que merezca verdaderamente la pena.