Declaración✔️




La mediocridad de los filósofos. La exaltación de los místicos. La ingenua fe de los realistas. La nostalgia de los ateos. Yo los leo, acepto sus reglas, sabiendo que cada uno utiliza un método y unos supuestos intelectuales apropiados a su finalidad. Pero ellos no lo saben.

Sí, soy un homicida. 

Por respeto a ustedes no voy a aclarar qué clase de homicida soy. Fíjense bien, he escrito homicida y no asesino. Las palabras importan. 

No he dicho si soy homicida en esencia, en acto o en potencia. Aristotélica clasificación. 

Tampoco he aclarado la situación temporal del hecho que me define o definirá. Imaginemos que ya he matado. En ese caso huyo. Imaginemos, por el contrario, que aún no lo he hecho. En ese caso, persigo, todavía, a la víctima.

Si ya hubiera ocurrido, este texto sería una confesión. Y si aún no ha ocurrido, un plan.

¿A quién he matado o voy a matar? No voy a desvelar el misterio. Podría ser mi vecino, pero también podría ser yo mismo o usted, querido lector.

La psicología es un estudio de las mentiras; el hombre no sabe casi nada, pero habla, piensa y actúa «como si».

Entender una obra de arte supone su aniquilación, rebajarla, atraerla al suelo, a lo terrenal. El arte debe contener la duda, el abismo, lo inefable. De ahí que sea similar a una experiencia mística, incomprensible e incomunicable. El arte no puede cosificarse y almacenarse como una vulgar colección de objetos. Me vale para configurar un nuevo mundo mental, una reconstrucción de lo que ya se encargó de destruir la razón, facultad que solo sabe tratar de supuestas utilidades funcionales, reduciendo el mundo a poco menos que una caricatura grotesca.

¿Por qué me atraen los abismos? Quizás porque su oscuridad podría esconder lo que la claridad no puede esconder.

La necesidad de justificar la vida propia es el principal deseo misterioso del hombre, buscando en las acciones la dignidad que parece faltar a su esencia personal. Estamos vacíos. De nada vale el éxito en el trabajo, el éxito social o el ser recordado por la posteridad. La necesidad de justificar una vida responde a la fe que tenemos en la causalidad, en la que todo debe ser por y para algo. Lean El Eclesiastés.

Aquí, ahora mismo, tecleando, en la inquietud mística, sin finalidad y dominando solo la pura contemplación, solo echo en falta la música del órgano. Afortunadamente no hay sacerdote que rompa el encanto con su sermón. Que lo insondable se mantenga etéreo y no se deje corromper por lo concreto.

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