Imposturas como forma de parecer sinceros



En las páginas del diario, la impostura es tan habitual que se desliza como un perfume viejo. Nadie se libra de su hedor. El alma misma se disfraza frente al espejo. Escribir sobre uno mismo pretende ser confesión, transparencia, desnudez, pero no es más que un festival de espejos torcidos, un simulacro de sinceridad donde cada palabra es un gesto ensayado de lenguaje.

La impostura florece en todos los terrenos del espíritu humano. Desde el mendigo que exagera su miseria hasta el filósofo que decora su pensamiento con la vanidad del estilo, todos somos fabricantes de máscaras. 

El diario íntimo no es refugio, sino trinchera. Allí uno se protege no del mundo, sino de la verdad. El yo que escribe no es el mismo que sufre, ni el que desea, ni el que respira. Es un actor que improvisa ante un público ausente: la posteridad, la conciencia, Dios. El hombre, ese eterno histrión, se multiplica en reflejos y termina perdiéndose en su propio laberinto de poses. Podríamos denominarlo fantasma.

Persona y máscara son sinónimos: la primera es la máscara que aprendió a creerse real. Bajo la piel y el gesto, no hay un núcleo de autenticidad, sino un eco perpetuo de ficciones heredadas. Fingimos para existir; mentimos para poder soportar la desnudez de lo que somos. Quizás la única verdad humana sea esta: que el fraude nos constituye, que la impostura es nuestra forma de ser sinceros.

Porque, al fin y al cabo, ¿quién podría soportar verse sin máscara? El rostro verdadero del hombre no existe: sólo las sombras sucesivas de sus invenciones. Y si algún día la impostura desapareciera, el mundo mismo se desplomaría. Por eso, es un nómada obsesivo: le gusta huir de sí.

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