Marina Abramović: La artista está presente. MoMa, marzo de 2010
En el año 2010 Marina Abramović pasó más de 700 horas sentada en el MoMA de Nueva York mientras diferentes personas se sentaban frente a ella mirándole a los ojos.
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El aire en el MoMA era denso por el peso de la expectativa. Me senté frente a Marina Abramović, la mujer que se había convertido en un oráculo, capaz de responder con su presencia a las preguntas sin respuesta. La silla era dura, el suelo frío, pero nada de eso importaba. Sus ojos profundos me atropellaron. No había instrucciones, no había guion. Solo nosotros, dos desconocidos, y el silencio. Nunca había sentido el tiempo de esta manera. Cada segundo se expandió en fragmentos de incómoda eternidad. Sus pupilas no se movían, pero parecían contener una violenta reacción. ¿Qué veía ella en mí? ¿El reflejo de mi propia fragilidad? ¿El eco de mis miedos? Me pregunté si esto era lo que buscaba: desnudarme sin tocarme, desarmarme sin hablar. Mis manos temblaban ligeramente sobre mis rodillas. Quise hablar para recuperar la compostura y justificarme pero el silencio era una regla tácita que no podía cruzar. En ese vacío, mi mente comenzó a vagar. Pensé en el tiempo, y en cómo acelerarlo. Marina, inmóvil, era más fuerte que yo, estaba entrenada, preparada, y parecía haber conquistado el tiempo y el espacio. Ella estaba allí, entera, ofreciéndose al mundo, desafiándonos a estar presentes. Sus rasgos, al principio tan definidos, se volvieron abstractos. En su mirada, vi fragmentos de mi propia existencia. Alguien tocó mi hombro. Mi tiempo había terminado. Me levanté, con las piernas entumecidas y el alma extraña. Marina no sonrió, no asintió, no rompió su quietud. Pero cuando me alejé, sentí que algo se quedaba allí, resonando.
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Me duele la espalda. La silla, dura como una sentencia, parece tallada para recordarme que el cuerpo no está hecho para la quietud. Han pasado semanas, quizás meses, y aquí sigo, sentada y con los ojos abiertos como puertas que no puedo cerrar. Frente a mí, otra persona. Otra mirada. Otra expectativa. Me siento ridícula, como una estatua viva en un museo que se toma demasiado en serio. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué pretendo demostrar? El silencio es un monstruo. Al principio, lo amaba: su pureza, su capacidad para desnudar. Pero ahora, después de cientos de rostros, de ojos que buscan algo que no sé si puedo dar, el silencio me pesa. Cada persona que se sienta frente a mí trae una historia, una pregunta, un anhelo. Y yo, Marina, debo sostenerlo todo. No parpadear. No moverme. Ser un espejo, un oráculo, un vacío. Pero soy humana, y estoy cansada. Mis piernas hormiguean, mis párpados suplican un descanso, y mi mente divaga. Miro al hombre que tengo delante. ¿Qué quiere de mí? ¿Una epifanía? ¿Un momento que pueda contar en una cena? Me siento como una atracción de feria, una máquina expendedora de experiencias profundas. Qué absurdo. Qué agotador. Y sin embargo, sigo aquí, porque esto es lo que soy. Esto es lo que hago. Pongo mi cuerpo al servicio de una idea, aunque a veces la idea misma me parezca un espejismo. ¿Es esto arte? ¿O es solo una mujer vieja sentada en una silla, fingiendo que tiene algo profundo que ofrecer? La duda me carcome, pero no puedo mostrarla. Mi rostro debe permanecer impasible, mi postura inquebrantable. La Marina que el mundo conoce no se tambalea. El hombre frente a mí parpadea, y por un instante, me veo en sus ojos. No la artista, no la leyenda, sino a mí: una mujer cansada, con las rodillas doloridas y el corazón lleno de preguntas. Pero entonces él sonríe, apenas, y algo cambia. En su mirada hay gratitud, o quizás alivio. No sé qué ha encontrado en mí, pero sé que, por un segundo, hemos estado aquí, juntos, en este silencio insoportable y sagrado. Y eso, supongo, es suficiente. Se levanta. Otro tomará su lugar. Respiro hondo, enderezo la espalda, y me preparo para seguir. Ridícula o no, agotada o no, soy Marina. Y esto es lo que hago.