La historia se repite
La historia moderna es un rosario de insurrecciones, un continuo forcejeo entre quienes desean preservar el orden y quienes ansían destruirlo para construir otro distinto, a su medida. Europa ardió bajo el fuego de sus propias contradicciones. Cada revuelta fue un espejo de su tiempo y, a la vez, la sombra de una insatisfacción que nunca termina de disiparse. En 1789, Francia se alzó contra el Antiguo Régimen, primero clamando por libertad, después por igualdad y, finalmente, naufragando en la dictadura de la mayoría. La guillotina prometió justicia y trajo terror; la razón se volvió dogma y devoró a sus propios profetas. En 1830, el rey Carlos X intentó retroceder el reloj, pero París no era ya la misma. En solo tres días, la revuelta lo expulsó, instaurando a Luis Felipe I, el “rey ciudadano”, un monarca de fachada liberal que sirvió de puente entre el absolutismo caído y el liberalismo aún incierto. Más allá de Francia, la insurrección se expandió: Bélgica se desmembró de los Países Bajos y en toda Europa la restauración del viejo orden quedó en entredicho. La revolución de 1848, la "Primavera de los Pueblos", se alzó contra la burguesía con la misma pasión con la que antes se había alzado contra la nobleza. Luis Felipe I fue derrocado y la Segunda República nació con esperanzas de justicia social. Sin embargo, los ideales pronto se diluyeron cuando Napoleón III, sobrino del emperador, emergió como un líder con retórica populista. Fue el primer ensayo moderno de lo que hoy llamamos carisma político, un hombre que, invocando el clamor popular, consolidó su poder hasta autoproclamarse emperador. Pero la revolución no se detuvo. En 1871, París vivió su último gran estertor revolucionario con la Comuna, un levantamiento contra la burguesía que terminó en sangre, eco de las promesas incumplidas de la Revolución Francesa, intento de restaurar el poder en las manos del pueblo que fracasó en medio de divisiones internas y una represión feroz. Las revoluciones, como los dioses antiguos, nunca desaparecen del todo. Se transforman, mutan, esperan su momento para regresar. ¿Vivimos hoy el comienzo de nuevas revoluciones o estamos en una tregua? La historia nunca es lineal, es un torbellino donde los mismos conflictos adoptan rostros nuevos, aguardando su oportunidad para volver a encender la pólvora de la insatisfacción humana.
La historia no avanza. Bajo nuevas formas, tenemos las mismas incertidumbres y dilemas. Como advertía un estadista sudafricano en 1921, la escena se ha trasladado de Europa al Lejano Oriente y al Pacífico. En aquel entonces, el equilibrio de poder se desplazaba hacia Asia, con Japón; hoy, los vientos geopolíticos soplan en la misma dirección, con China. En 1939, los gobiernos interferían deliberadamente en la economía, como nunca lo habían hecho desde los tiempos del apogeo del mercantilismo. Esta tendencia sigue vigente, con mercados intervenidos y economías dirigidas por burocracias que, al igual que entonces, oscilan entre el pragmatismo y la tentación del control absoluto. En las décadas de 1920 y 1930, se erosionaban certezas fundamentales, certezas liberales en relación con la autonomía del individuo y los criterios morales, desapareciendo de la misma manera que la fe en el libre comercio. Hitler supo capitalizar el desasosiego, defendiendo la idea de que los problemas de Alemania tenían causas identificables, como ahora hacen Trump y Putin. Las narrativas simplistas y la búsqueda de culpables externos han sido siempre herramientas eficaces para movilizar a las masas. Su ascenso, con el respaldo de sectores parlamentarios que votaron a favor de otorgar poderes especiales al gobierno, nos recuerda los peligros de entregar la democracia liberal a quienes la desprecian. En 1939, los totalitarismos se aliaron en un gesto cínico: Alemania y Rusia llegaron a un acuerdo que disponía el reparto de Polonia entre las dos. La flexibilidad diplomática de los regímenes autoritarios les permite traicionar sus propios discursos con una facilidad que las "democracias autoritarias" se empeñan en poder igualar. La política real, en su crudeza, pocas veces distingue entre doctrinas cuando se trata de consolidar el poder. Hoy se aprecia un creciente enfrentamiento comercial, diplomático y tecnológico entre grandes potencias, con China y Estados Unidos como actores principales, y Rusia desempeñando un rol matonesco. El periodo de entreguerras vio el ascenso de regímenes totalitarios (fascismo, nazismo, estalinismo) que explotaron el resentimiento económico y el descontento social. Hoy en día, se observa en algunos países un resurgir de los discursos nacionalistas y populistas que, aunque no sean exactos reflejos de los totalitarismos del siglo XX, sí generan tensiones internas y externas, desconfianza mutua y polarización política. En la primera mitad del siglo XX, la Gran Depresión y las crisis económicas favorecieron la inestabilidad social, el surgimiento de líderes carismáticos y soluciones extremistas. Actualmente, el aumento de la desigualdad, el impacto de las crisis financieras como la de 2008 y las disrupciones tecnológicas han creado bolsas de frustración social que ciertos movimientos políticos aprovechan. El siglo XX presenció cómo conflictos aparentemente locales, como el de los Balcanes en 1914, se convirtieron en guerras mundiales por el entramado de alianzas y rivalidades. Hoy, aunque la estructura de alianzas es distinta, algunas tensiones regionales (por ejemplo, en Europa del Este o en el Pacífico) podrían crecer si no se gestionan adecuadamente, especialmente con potencias nucleares implicadas. La globalización y la interdependencia económica son factores nuevos que pueden frenar la escalada de conflictos. Desgraciadamente, cada vez es menor la conciencia de los desastres del siglo XX. En síntesis, hay elementos en el panorama actual que evocan los fantasmas de aquel periodo: rivalidades entre potencias, tensiones nacionalistas y frustración social. Churchill advirtió que la Segunda Guerra Mundial no era solo un conflicto bélico, sino una batalla moral. Su victoria fue la del liberalismo sobre la barbarie, pero la historia nunca otorga triunfos definitivos. El retorno de la intolerancia, el auge de nuevas formas de autoritarismo y el ataque a los valores liberales nos recuerdan que la lucha por la libertad nunca es un capítulo cerrado. La historia se repite. No está en nuestras manos decidir si lo hace como tragedia o como comedia sin gracia, como decía Marx. Serán las fuerzas ciegas de la naturaleza humana las que decidan: como escribió Hegel, la historia ocurre primero como contingencia, y luego como necesidad.