Goya. A la sombra de las Luces, de Tzvetan Todorov
Las frases cortas provocan malentendidos. «El sueño de la razón produce monstruos» ha generado interpretaciones de todos los tipos. Todorov da una hipótesis sobre el pensamiento de Goya que desmiente la imagen de artista rudo, dotado para la pintura, pero ignorante de las ideas artísticas, culturales y políticas que agitaron su tiempo.
El acontecimiento decisivo de Goya es su decisión de dividir en dos su creación, de aceptar la escisión entre arte público y arte privado, o lo que es lo mismo, virtuosismo simple frente a arte puro. En el primero, sigue pintando según el canon que admite la sociedad de su tiempo y ganando dinero gracias a sus obras; en el otro, sigue investigando sin preocuparse lo más mínimo de la opinión pública.
Este es para mí el verdaderamente interesante. La enfermedad empuja a Goya a no preocuparse solo de los encargos que le hace la sociedad, sino a expresar, en los años que le quedan de vida, sus sensaciones, sus visiones y sus emociones, a actuar bajo la presión no de las circunstancias externas, sino de las necesidades internas, lo que le permite refugiarse en una especie de exilio interior. Como nada tiene de asceta ni de cabeza loca, hasta el final de su vida seguirá asegurándose ingresos regulares haciendo lo que sea preciso para no perder el sueldo de palacio y realizando —cada vez menos, es verdad— los encargos que recibe, tanto retratos como cuadros alegóricos y religiosos. La propia decisión de adoptar una manera personal de pintar frente a la que se ajusta a las normas comunes presupone una revolución de mentalidad. Así, elige su manera de expresarse, a la que se mantendrá fiel, sin pretender que el consenso colectivo legitime sus visiones. La búsqueda personal de verdad prima sobre la comunicación social. Alcanza así un nivel más en la ascensión del individuo, que ya no espera reconocimiento. Ni siquiera está seguro de que el término «arte» sea pertinente en su caso. Lo que él crea son imágenes, y por lo tanto representaciones del mundo, tanto del visible como del invisible. Sus imágenes se someten a una exigencia fundamental, y ponen de manifiesto la emoción del pintor que las crea, emoción que el espectador está invitado a compartir, incluso a ver mas allá de lo que el artista intentó, porque también el espectador hace arte al interpretar una obra. Para Goya, el hombre no es un ser exclusivamente racional, en el sentido de que su comportamiento está siempre dirigido por la razón y la conciencia, sino que es interiormente múltiple e incoherente, y se debate entre pulsiones y deseos contradictorios. Algunas veces obedece a su conciencia, es cierto, pero más a menudo a fuerzas inconscientes que escapan a su control. La razón, por su propia naturaleza, es un instrumento que permite encontrar justificaciones a los actos más condenables: para defender al verdadero Dios, para defender la patria, para ofrecer la felicidad al pueblo y para liberar a los oprimidos de la Tierra. Es un artista, de modo que no pretende imponer. Se limita a proponer. Sus valores son conocidos —verdad, justicia, razón y libertad—, pero sabe mejor que sus contemporáneos qué trampas nos esperan en este camino. Su pensamiento encuentra su punto de partida en el espíritu de la Ilustración, que descubre a su alrededor, pero enseguida rechaza sus límites y descubre los vacíos. Educado en la mentalidad ilustrada, supo explorar y mostrar lo que la Ilustración dejaba en la sombra, esas fuerzas nocturnas que dirigen la conducta de los hombres tanto como su voluntad y su razón. Pero Goya nada tiene de ideólogo ni de profeta. No pretende darnos una lección. No es un predicador ni un educador. Como el sabio, el artista debe dejarse guiar por una sola exigencia: tender hacia la verdad.
Siempre líneas y nunca cuerpos, ¿dónde encuentran esas líneas en la naturaleza?Desde 1796 hasta su muerte, en 1828, Goya realiza series coherentes, una especie de «álbumes» en las que los dibujos están numerados y en la mayoría de los casos provistos de una leyenda, una práctica nueva en la época. Ocho álbumes en total, que los especialistas de Goya designan por letras del alfabeto, de la A a la H. Después de su muerte, los herederos del pintor los desmantelaron para poder vender cada hoja por separado. Afortunadamente, los historiadores actuales han logrado reconstituirlos.
El acontecimiento decisivo de Goya es su decisión de dividir en dos su creación, de aceptar la escisión entre arte público y arte privado, o lo que es lo mismo, virtuosismo simple frente a arte puro. En el primero, sigue pintando según el canon que admite la sociedad de su tiempo y ganando dinero gracias a sus obras; en el otro, sigue investigando sin preocuparse lo más mínimo de la opinión pública.
Este es para mí el verdaderamente interesante. La enfermedad empuja a Goya a no preocuparse solo de los encargos que le hace la sociedad, sino a expresar, en los años que le quedan de vida, sus sensaciones, sus visiones y sus emociones, a actuar bajo la presión no de las circunstancias externas, sino de las necesidades internas, lo que le permite refugiarse en una especie de exilio interior. Como nada tiene de asceta ni de cabeza loca, hasta el final de su vida seguirá asegurándose ingresos regulares haciendo lo que sea preciso para no perder el sueldo de palacio y realizando —cada vez menos, es verdad— los encargos que recibe, tanto retratos como cuadros alegóricos y religiosos. La propia decisión de adoptar una manera personal de pintar frente a la que se ajusta a las normas comunes presupone una revolución de mentalidad. Así, elige su manera de expresarse, a la que se mantendrá fiel, sin pretender que el consenso colectivo legitime sus visiones. La búsqueda personal de verdad prima sobre la comunicación social. Alcanza así un nivel más en la ascensión del individuo, que ya no espera reconocimiento. Ni siquiera está seguro de que el término «arte» sea pertinente en su caso. Lo que él crea son imágenes, y por lo tanto representaciones del mundo, tanto del visible como del invisible. Sus imágenes se someten a una exigencia fundamental, y ponen de manifiesto la emoción del pintor que las crea, emoción que el espectador está invitado a compartir, incluso a ver mas allá de lo que el artista intentó, porque también el espectador hace arte al interpretar una obra. Para Goya, el hombre no es un ser exclusivamente racional, en el sentido de que su comportamiento está siempre dirigido por la razón y la conciencia, sino que es interiormente múltiple e incoherente, y se debate entre pulsiones y deseos contradictorios. Algunas veces obedece a su conciencia, es cierto, pero más a menudo a fuerzas inconscientes que escapan a su control. La razón, por su propia naturaleza, es un instrumento que permite encontrar justificaciones a los actos más condenables: para defender al verdadero Dios, para defender la patria, para ofrecer la felicidad al pueblo y para liberar a los oprimidos de la Tierra. Es un artista, de modo que no pretende imponer. Se limita a proponer. Sus valores son conocidos —verdad, justicia, razón y libertad—, pero sabe mejor que sus contemporáneos qué trampas nos esperan en este camino. Su pensamiento encuentra su punto de partida en el espíritu de la Ilustración, que descubre a su alrededor, pero enseguida rechaza sus límites y descubre los vacíos. Educado en la mentalidad ilustrada, supo explorar y mostrar lo que la Ilustración dejaba en la sombra, esas fuerzas nocturnas que dirigen la conducta de los hombres tanto como su voluntad y su razón. Pero Goya nada tiene de ideólogo ni de profeta. No pretende darnos una lección. No es un predicador ni un educador. Como el sabio, el artista debe dejarse guiar por una sola exigencia: tender hacia la verdad.