Soledad, de Anthony Storr
En medio de una sociedad ansiosa por las relaciones sociales, sobrevuela una creencia muy extendida que afirma que la socialización es la principal fuente de felicidad humana y la respuesta adecuada e imprescindible para curar todas las formas de angustia.
Leo Soledad (1988), de Anthony Storr, un oasis en medio del páramo del discurso dominante, pues lo que les sucede a los seres humanos cuando están solos es tan o más importante que lo que les pasa en sus relaciones con otras personas. Los psicoterapeutas han descuidado lo importante que es entrenar la capacidad de estar solo, un rasgo olvidado de madurez emocional. Se escribe mucho más literatura psicológica sobre lo pernicioso de la soledad que sobre la capacidad de sobrellevarla. La soledad puede tener un efecto tan terapéutico como el apoyo emocional. Hay personas que necesitan replegarse, pero continuamente se les advierte del peligro de hacerlo. Son predominantemente solitarias, y no tiene sentido suponer que, a causa de ello, sean necesariamente infelices o neuróticas.
Aunque el hombre es un ser social que sin duda necesita interaccionar con los demás, hay notables diferencias en la profundidad de las relaciones que establecen unos individuos con otros. Recuerdo a Simenon, quien de joven, ya fue muy consciente de que la comunicación absoluta entre dos personas era algo imposible. Y es que hay quien se conforma con la cháchara. Otras, quizás personas vulnerables, creen que la frivolidad es una pérdida de tiempo y, por tanto, que se pueden expresar mejor a través de obras creativas difícil de manifestar en la vida social. El peso de la cháchara acompañada es demasiado para aquellos corazones —recuerdo al puercoespín de Schopenhauer— que no pueden cargarlo.
La capacidad de estar solo es un recurso valioso que facilita el aprendizaje, el pensamiento, la innovación, la aceptación de los cambios y el mantenimiento del contacto con el mundo interior de la imaginación. Incluso en aquellos hombres cuya capacidad para establecer relaciones íntimas ha quedado dañada, el desarrollo de la imaginación creadora puede cumplir una función sanadora. Por ello, el libro ofrece ejemplos de individuos creadores cuya preocupación principal era la de dar sentido y orden a la vida antes que la de establecer relaciones con los demás. Beethoven, Henry James, Goya, Wittgenstein, Kipling o Beatrix Potter, demuestra cuántos genios creativos de nuestra civilización han sido solitarios, ya sea por temperamento o por las circunstancias, y cómo la capacidad de estar solos, aun para aquellos que no son creativos, es una muestra de madurez.
La felicidad completa, el sentimiento oceánico de armonía absoluta entre el mundo interior y exterior, solo es posible transitoriamente. El deseo de soledad como medio de huida de la presión de la vida ordinaria y como vía de renovación está vivamente ilustrado por el relato del almirante Byrd, aquel solitario vocacional que se ocupó de mantener una estación meteorológica avanzada en la Antártida durante el invierno de 1934. Insistió en hacerlo solo.
El hombre está constantemente buscando la felicidad, pero por su propia naturaleza, no puede alcanzarla total ni permanentemente, ni con las relaciones interpersonales ni con los desafíos creativos. Las vidas más felices son probablemente aquellas en las que ni las relaciones sociales ni los intereses impersonales están idealizados como el único camino de salvación.