Del error al terror

Si el resorte del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, el resorte del gobierno durante la revolución son, al mismo tiempo, la virtud y el terror; la virtud sin la cual el terror es mortal; el terror sin el cual la virtud es impotente». Robespierre.

Volvamos al texto Humanisme et terreur de Merleau-Ponty, según el cual algunos estalinistas, cuando se veían obligados a admitir (normalmente en conversaciones privadas) que muchas de las víctimas de las purgas eran inocentes y fueron acusadas y asesinadas porque «el partido necesitaba su sangre para fortalecer su unidad», imaginaban el momento futuro de la victoria final, cuando a todas las víctimas necesarias se les dará lo que les es debido y se reconocerá su inocencia y su gran sacrificio por la Causa. Esto es lo que Lacan, en su seminario sobre L’Éthique de la psychanalyse, llama la «perspectiva del juicio final», una perspectiva aún más claramente discernible en uno de los términos clave del discurso estalinista, el de la «culpa objetiva» y [...] es por supuesto el Partido el único que puede juzgar sobre lo que «significan objetivamente» sus actos [...] esa «perspectiva del Juicio Final», la idea de que en algún lugar, aunque sea siquiera como punto de referencia virtual, y aunque aceptemos que no podemos ocupar nunca ese lugar para dictar desde él sentencia, tiene que haber una norma que nos permita valorar «objetivamente» nuestros actos y conocer su «significado real», su auténtico estatus ético.

Alain Badiou, en su Logiques des mondes, examina la idea eterna de la política de la justicia revolucionaria y su ejercicio, desde los antiguos «legistas» chinos hasta Lenin y Mao, pasando por los jacobinos, distinguiendo en ella cuatro momentos: voluntarismo (la creencia de que se pueden «mover montañas», ignorar las leyes «subjetivas» y los obstáculos «objetivos»), terror (una voluntad implacable de aplastar a los enemigos del pueblo), justicia igualitaria (su imposición brutal e inmediata, sin atender a las «complejas circunstancias» que supuestamente obligan a proceder gradualmente) y, por último, confianza en el pueblo.

Momentos antes de la ejecución de Robespierre, el verdugo se dio cuenta de que su cabeza no entraría en la guillotina con las vendas que cubrían sus heridas en la mandíbula, por lo que se las arrancó brutalmente; Robespierre lanzó al parecer un agudo grito fantasmal, que no se interrumpió hasta que la hoja cayó sobre su cuello. Ese último grito es legendario: dio lugar a toda una variedad de interpretaciones, la mayoría de ellas relacionadas con el aterrador chillido inhumano del espíritu del mal obligado a abandonar el cuerpo.

[Fragmentos de la introducción de Zizek al libro Virtud y Terror, una antología de textos de Robespierre].






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