Los vitandines

Escondiéndome de todos los aburridos hiperactivos que constantemente me amenazaban con hacerme perder el tiempo, aparecí de golpe en pleno centro de Madrid, cuando el sol alumbraba tenuemente y todavía no había teñido a la ciudad de contrastes y claroscuros estridentes. Esa luz era mi preferida y podía encontrarla en el amanecer, el ocaso y los días nublados.
   Me perseguían porque esperaban disfrutar de numerosas experiencias increíbles y no sabían que yo no podía proporcionárselas.
   Mientras buscaba una cafetería decente, me entretuve en recordar el libro que había terminado y que aún tenía en el bolsillo. Un libro muy aburrido, sin duda alguna. Sin embargo, por Arte de probar. Ironía y lógica en la India antigua, de Juan Arnau, me había enterado de la existencia de los vitandines, unos pensadores irónicos de la India que se dedicaban pacientemente a la desarticulación de los principios mismos de la lógica, la que sostiene la ilusión del pensamiento. Lo que supone, discretamente, participar de la filosofía de manera irónica, como hacen hoy día muchos filósofos profesionales y los tuiteros, quienes sienten que pueden captar la verdad a través de la ironía. Muchos pensarán que no se puede practicar la lógica sin creer en ella. Esto es porque no han reconocido todavía los principios ilógicos de la lógica.
   Observaba el frenético ir y venir de los camareros mientras discutían por banalidades y yo pensaba que pensar consiste en despreciar las diferencias, generalizar y abstraer. Existen unas conclusiones indiscutidas, aceptadas por todos —acaso las del sentido común—, que nadie se atreve a derribar dentro de una sociedad si uno no quiere ser internado en un psiquiátrico. También existen conclusiones aceptadas por una parte —científica, religiosa, filosófica o gremial— que no se deben contradecir si uno tampoco quiere ser expulsados del círculo. Hay unos principios disfrazados que permitirán luego que se prueben otras conclusiones. Luego están los principios que se aceptan solo con el propósito de construir un razonamiento, y que —esta vez sin disfraz— no se consideran ni probadas ni examinadas críticamente. Quien sea capaz de ver las grietas que se esconden en este trampatojo, podrá ser considerado un vitandín, alguien que utilizando la lógica, termina desmontándola. Y todo por la mala costumbre que tienen los principios —cuando van desnudos y sin disfraz— de aparecer en su triste esencia: meras conjeturas, humildes hipótesis o tristes convenciones. El sentido es algo que se construye si uno sabe parar antes de toparse con el absurdo. «Tras haber tomado miel, un té dulce sabe amargo», recordé. De todo esto, creo, hablaron mejor los poetas.
   —¡Un café solo con dos azucarillos, por favor! —le pedí al camarero, mientras este despotricaba contra la Real Academia Española y su decisión de prescindir de algunas tildes diacríticas.








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