Anaximandro

Parece que a veces, bajo ciertas condiciones, la ciencia consigue explicar funcionamientos, de los que luego se vale la tecnología. Pero lo que no hace es explicar verdades. Es incorrecto querer explicar una verdad a partir de un paradigma que funcione. Algo puede funcionar y no ser verdadero. Uno de los pilares de un supuesto conocimiento empírico es su capacidad para hacerme creer en un marco de objetividad común, como si todos compartiésemos la misma clave de acceso a los hechos, como si mi subjetividad tuviera un origen fáctico común al de otras subjetividades. Lo objetivo es un más allá que se explica desde lo subjetivo, desde el más acá. Vivo esclavizado por mi subjetividad. No puedo salir de ella. En el reino de los «a priori», de la reminiscencia, ocurre a menudo que uno se pone delante de un texto y aprecia un significado literal. Entorna los ojos cuando se percata de una profundidad alegórica y nota algo simbólico u oculto. Decide profundizar, investigar, buscar analogías, atisbar secretos, justo en el momento en que el mundo aparece creado por la palabra. Creado o recordado, así aparece. Y a pesar de su empeño, la objetividad seguirá dependiendo de la subjetividad. Todo lo que se diga después, salvo el discurso apriorístico, carece de fuerza. Por eso me parece que el filósofo que más se acercó a la idea de misterio es Anaximandro, alumno de Tales, el que cayó en un pozo de tanto mirar al cielo. Su Apeiron es sin duda un original nombre a lo inefable. Ahí se quedó el sabio, continuar hubiera sido un pecado de hibris.


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